
|
AQUÍ LE ECHAMOS MUCHOS HUEVOS... A LA TORTILLA (Papel y digital) |
Una comedia erótica, refrescante, gamberra y muy sensual, en la que afloran todos los tópicos sobre los franceses y un sinfín de situaciones que te harán reír a carcajadas. |
SINOPSIS:
Maica, alias Zape, es hija de un camionero, ferviente odiador de los franceses, y, a sus veintiséis años, finalmente ha conseguido graduarse en Química.
Cuando supo que ese verano se iba a quedar sin vacaciones, su incondicional amiga Ainhoa, alias Zipi, le ofreció pasar el verano en Londres gracias a un programa de intercambio cultural europeo. Pero un desafortunado error hizo que Maica se inscribiera para ir a París, con lo cual se separaría de su mejor amiga y se vería obligada a meter a una francesa en casa.
A partir de ese momento, todo cambiará para la protagonista, que se verá envuelta en un divertido enredo, sobre todo cuando descubra que la que iba a ser su huésped acaba siendo un atractivo, elegante y sexy hombre parisino llamado Mattew, que pondrá su mundo patas arriba.
FICHA TÉCNICA:
Fecha de publicación: 20/06/2017 448 páginas Idioma: Español ISBN: 978-84-08-17241-3 Código: 10185488 Formato: 14,5 x 21,5 cm. Presentación: Rústica sin solapas Colección: Comedia erótica
|
|
|
CAPÍTULO 1 Supuse que ese verano iba a ser como todos los anteriores, y que al acabar el curso nos iríamos dos semanas a visitar cualquier punto de España, algo muy habitual en mi particular familia. Sin embargo, estaba equivocada. Ese verano no sólo iba a ser distinto del de otros años, sino que, contra todo pronóstico, cambiaría mi vida… para siempre. ********************* Corro de un lado a otro por mi cuarto. He quedado con mi amiga Ainhoa y ya llego tarde. Por más que miro, no encuentro las dichosas sandalias que tanto me gustan y que conjuntan tan bien con mi vestido veraniego. —Abuela, ¿has visto mis sandalias negras? —¡No, cariño! ¡Estarán donde tú las hayas dejado! —contesta desde la cocina, donde anda trasteando. —¡Muy aguda, abuela! Pero ¡aquí no están! —grito agachada mientras miro debajo de la cama, sin resultado. —¡Te aseguro que yo no las llevo! ¡Pregúntale a tu hermano! Haciendo caso de sus palabras, y como último recurso tras hacerle un registro exhaustivo a mi habitación cual policía con una orden judicial en mano, me dirijo al cuarto del pequeñajo. —Curro, ¿has visto mis…? Pero ¡¡¿qué puñetas haces con mis sandalias?!! —Comprobar que es verdad lo que dicen los chicos de mi clase. —¿Que si les cogéis algo a vuestras hermanas mayores os podéis llevar un guantazo? —Estoy investigando. Mis amigos dicen que las mujeres que os ponéis tacones sois tontas. —Menuda teoría científica tienen tus amigos —digo sentándolo a un lado de la cama para descalzarlo. —Maica, yo pienso como ellos. Hay que estar loco o ser tonto para subirse a esa altura. ¿Para qué lo hacéis? Es incómodo y no es seguro; yo casi me caigo al suelo. —Tú casi te caes porque no tienes experiencia ni tienes por qué tenerla. Hazte un favor y no vuelvas a cogerlas. La curiosidad mató al gato, y tú te has librado por los pelos. —Lo he hecho por la ciencia y, como científica que eres, no deberías enfadarte. —Soy química, pero también tu hermana, y sabes de sobra que no me gusta que entres en mi cuarto a mis espaldas, y mucho menos que me cojas mis cosas sin permiso. —¡Mujeres! —remata sacudiendo la cabeza antes de volver a su escritorio para dedicarse a saber qué delante de su ordenador. Calzada por fin con mis ansiadas y recién halladas sandalias, voy al baño para darme un último retoque. No suelo maquillarme mucho, así que con una simple raya en el ojo y un poco de brillo en los labios me doy por satisfecha. Me gusta la imagen que me devuelve el espejo: una chica morena de media melena, grandes y almendrados ojos verdes, nariz pequeña, labios carnosos y una agradable sonrisa. Al contrario que Curro, que es rubio e idéntico a mi padre, yo no puedo negar que soy un calco de mi madre. ¡Dios, mi madre…! ¡Cuánto la echo de menos! Hace seis años que una maldita enfermedad nos la arrancó, dejándonos solos a mi padre, a mi hermano y a mí. Por aquel entonces, el pequeño tan sólo tenía dos años, y yo acababa de cumplir los veinte. Mi padre, camionero de profesión, apenas paraba en casa por los portes que hacía, tanto nacionales como internacionales, por lo que mi enviudada abuela paterna no dudó en venirse a vivir con nosotros, convirtiéndose así en nuestra segunda madre. Al principio fue muy doloroso, pero con el paso del tiempo y el cariño de mi abuela Isabel, conseguimos salir adelante y acercarnos a lo que venía siendo una familia normal. —Buenos días —saludo a mi padre al llegar al salón. Pero él sólo me contesta haciendo un simple movimiento con la mano. Anda en círculos mientras mantiene una acalorada conversación con el móvil pegado a la oreja. —¿Otra vez lo mandan al país vecino? —le pregunto a mi abuela al encontrarme con ella en la cocina. Esa forma de andar característica sólo la vemos cuando mi padre está enfadado o cuando lo obligan a hacer un porte a Francia. —Me temo que sí, y ya sabes lo que eso significa. —¿Crees que será necesario taparnos los oídos esta vez? —Espera que lo mire. —Asoma la cabeza por la ventana que da al salón—. ¡Oh, oh…! Curiosa, me coloco a su lado para asomarme también. —¡Podrías mandar a Manuel!… —Se está poniendo colorado, mal vamos —susurro. —¡No he dicho que no quiera ir!… —Buenooo, ya empieza a inflarse —cuchichea mi abuela. —¡El tres ejes está en la nave muerto de risa!… —Mira cómo le cae el sudor. —¡Sí, llevo mercancía para Irún!… —Va a explotar de un momento a otro. —¡Está bien, subo ahora a cargar! ¡Adiós! —Corre, que no nos vea —me apresura mi abuela para apartarnos de la ventana. —Comienza el pregón en tres, dos, uno… —¡¡¡Joder, mierda, capullo…!!! Mi padre sigue dándolo todo a pleno pulmón, descargando cuanto le viene a la mente y despotricando acerca de los franceses, mientras mi abuela y yo lo escuchamos escondidas, riéndonos por lo bajini. La aversión de los hombres de mi familia paterna por los vecinos galos se remonta a dos siglos atrás, concretamente, a la guerra de la Independencia española. Torrero, barrio al que perteneció mi familia, fue un punto clave en esa época, destacando por su gran oposición y resistencia al ejército de Napoleón. Según nos han contado un millar de veces, un antepasado nuestro, mi tataratatarabuelo, encabezaba uno de los grupos de resistencia del alto Aragón. La anécdota de su acción heroica pasó de padres a hijos y, con ella, el odio hacia los franceses. Pero la cosa no quedaba ahí. Por si no fuera suficiente haber mamado desde pequeño esta «tradición», mi padre, uno de los chóferes más veteranos de Transportes Maños, S. L., no tuvo más remedio que visitar y pisar suelo francés en su primer viaje al extranjero, cuando la empresa comenzó a expandirse y a exportar e importar mercancía de la Unión Europea. Por aquel entonces, los conflictos con los ganaderos galos estaban en su momento más álgido y, pese a la negativa de mi padre por hacer aquel fatídico porte, finalmente no tuvo más remedio que ir. Para su sorpresa y la de todos, nada más cruzar la frontera, los ganaderos lograron paralizar su camión y acabaron volcándolo, derramando así todo lo que cargaba en su interior sobre la carretera. Desde ese día, su odio se acrecentó, convirtiéndose en desprecio, fobia e incluso inquina hacia los vecinos franceses. El trabajo lo obliga a tener que visitarlos en más de una ocasión y, pese a que los conflictos en la frontera parecen haberse solucionado, él no consigue disminuir ni un ápice el «cariño» tan especial que les tiene. —¡¡¡Hostias, joder…!!! —Eso ya lo has dicho —le reprocha mi abuela saliendo a su encuentro. —Y lo repito cada vez que quiera: ¡¡¡joder!!! —Paco, para ya de decir tacos y relájate. —¡Estoy en mi casa y digo lo que me sale de los huev…! —¡Paco! —¿Qué? —¡Vale ya! Te ha mandado tu jefe que vayas, y vas. Supera de una vez lo que te pasó en tu primer viaje. Desde entonces has ido varias veces y nunca te ha ocurrido nada. —Cómo se nota que tú no estabas allí… —Lo has contado tantas veces que es como si hubiera estado. —¡No puedo con ellos, mamá! —No tienes que cogerlos en brazos. —¿Encima cachondeo…? —Paco, por favor. Deja ya el temita y vete, que llegas tarde. —Ya me voy, pero antes tengo que cagar. —¡Maica, tápate los oídos! —me advierte mi abuela al verme aparecer en el salón. —¡¡¡Me cago en los putos franchutes!!! —brama mi padre justo antes de salir dando un tremendo portazo. Mi abuela y yo nos miramos riendo. La escena, aunque un tanto rocambolesca, es ya algo habitual en casa, y aunque al principio nos asustaba, ha acabado siendo motivo de risas y cachondeo para las dos. Tras despedirme de ella y darle mi habitual beso, salgo corriendo para dirigirme a la cafetería de la facultad, donde Ainhoa me espera. Conozco a Ainhoa desde que comenzamos el instituto. Ella es rubia, con los ojos azules y mucho más alta que yo, que mido un metro sesenta. Desde el primer instante nos hicimos amigas y nos convertimos en inseparables. Nuestra afinidad es tan grande que parecemos hermanas más que amigas. Exceptuando el físico, tenemos muchas cosas en común: ambas nos hemos graduado en Química, nos gusta el mismo tipo de música, los mismos libros de romántica erótica, las mismas películas, e incluso el mismo tipo de hombre. Eso sí, para evitar problemas, nos hicimos la promesa de que siempre respetaríamos al chico de la otra, hecho que a día de hoy seguimos manteniendo a rajatabla. En la universidad, casi todo el mundo nos conoce, e incluso tenemos un mote que nos pusieron desde el primer año de carrera: Zipi y Zape, como los personajes de cómic de José Escobar. Y es que, además de por nuestro distintivo color de pelo, nos lo hemos ganado por méritos propios: a Ainhoa y a mí nos gusta meternos en todos los fregaos, gastar bromas, hacer alguna que otra travesura y buscar mil y una excusas para escaquearnos de las clases, organizando huelgas o inventándonos cualquier evento, lo que nos ha llevado a graduarnos más tarde de lo habitual y a ser «invitadas» al despacho del decano de la facultad con bastante frecuencia. Pronto nos hicimos muy conocidas, y no precisamente por ser esculturalmente perfectas y dos chicas extraordinariamente sexis ni nada por el estilo, sino por nuestras increíbles ganas de pasarlo bien, nuestras innumerables hazañas y lo bien que nos llevábamos y nos llevamos con los chicos, algo que nunca ha sentado muy bien entre el sector femenino, con el que no solemos congeniar. —Co, llegas tarde —suelta nada más verme aparecer por la cafetería. —Lo siento, he tenido un par de emergencias —me justifico sentándome a la mesa—. El bicho de mi hermano me ha cogido las sandalias que llevo puestas para un experimento sociológico y, por si fuera poco, hemos asistido a otro ataque de ira antifrancés de mi padre. —¿Ha sido peor que la última vez? —Por suerte, un poco más suave; el portazo que ha dado al salir no ha tirado ningún cuadro de la pared. —Ja, ja. Me alegro. Lo de Curro, en cambio, sí que me sorprende. —No es lo que piensas. Es mucho más importante —digo alzando las cejas—: según sus amigos, las mujeres que llevamos tacones somos tontas. —¡Guau, qué increíble teoría! —¿A que sí? Ambas nos echamos a reír con la ocurrencia del enano. Hay que reconocer que, además de espabilado, es ingenioso. La conversación es interrumpida en varias ocasiones por numerosos compañeros que, al entrar o salir de la cafetería, pasan por nuestra mesa para saludarnos o para despedirse. Deseábamos acabar los estudios, pero ahora que ha llegado el momento de abandonar la universidad, nos cuesta hacerlo. Han sido unos años maravillosos, de los que nos vamos a llevar una mochila cargada de multitud de fantásticos recuerdos y anécdotas. —Tía, aún no me puedo creer que se vaya a acabar esta etapa de nuestra vida —comento mirando a mi alrededor con nostalgia mientras nos tomamos nuestra habitual Coca-Cola. —Yo tampoco. —No sólo es el final de las clases, ¡es el final de una era! —Se acabaron las fiestas. —Se acabaron los desmadres. —Se acabaron las largas noches en vela estudiando. —Eh, brindo por eso —indico alzando y chocando mi vaso contra el suyo. —También es verdad. —Se acabaron las bromas a las alumnas repipis y a los profesores —continúo. —¡Eh, tampoco te pases! —¿De quién nos reiremos a partir de ahora? ¡Joder, no me puedo creer que vaya a echar de menos a doñas floripondios! —Hay más vida fuera de este complejo, ¿lo sabías? —Lo sé, tía. Pero nada volverá a ser lo mismo. Tú empezarás a trabajar en algún hospital o laboratorio, yo en otro, y… —Te has levantao ñoña esta mañana y al final me lo vas a contagiar. —Ya no vamos a estar tanto tiempo juntas, y, lo que es peor, no podré vivir en directo las putadas que les gastes a tus nuevos compañeros de trabajo. —Tiraremos de WhatsApp. —¡Brindo por eso también! —Volvemos a chocar nuestros vasos. Esta vez es el decano quien nos interrumpe. El hombre anda recorriendo la ciudad universitaria para despedirse de los alumnos que encuentra a su paso. —Señoritas. —Caballero —decimos al unísono. —Lo primero, quiero darles la enhorabuena por su graduación. —Muchas gracias —responde Zipi. —Muchas gracias, decano —añado. —Aún me cuesta creerlo: graduadas… —Cosas más raras se han visto —se mofa Ainhoa guiñándole un ojo, lo que me hace sonreír. Él, intentando disimular, se inclina hacia nosotras y susurra: —Negaré haber dicho el resto de mi vida lo que voy a deciros, pero me habéis dado vidilla durante este tiempo y, en el fondo, os voy a echar de menos —confiesa condescendiente. —Tranquilo, tu secreto está a salvo con nosotras. —Esta vez soy yo la que le guiña el ojo. El decano se incorpora, carraspea al tiempo que se coloca bien la chaqueta de su traje y añade de nuevo con un tono de voz normal: —Bueno, señoritas, un placer saludarlas y… sean felices. —Igualmente, señor —respondemos antes de verlo marchar para continuar con su ruta. Ainhoa y yo nos miramos y nos echamos a reír. Ambas sabemos que lo que nos ha dicho es cierto y que, en el fondo, nos aprecia casi tanto como nosotras a él. Tanta visita a su despacho es lo que tiene; aunque también ser cómplices y conocer algún que otro secretillo suyo, lo que hizo que nuestra relación con él…, digamos que mejoró bastante. A media mañana, y con media universidad saludada, nos pedimos nuestro último refresco y nos marchamos de la cafetería para dirigirnos a uno de nuestros lugares favoritos: el mirador. No es que exista ninguno en el campus, pero es como nosotras llamamos a un trocito de jardín cubierto de frondoso césped sobre el que nos sentamos a mirar a los chicos que corren en la pista de atletismo que hay en la parte trasera del edificio de la Facultad de Ciencias. —Esto sí que lo voy a echar de menos —comenta mi amiga nada más dejar caer su pandero sobre el mullido césped. —¿La hierba? —me mofo. —Claro, tía. Ya sabes lo que me gusta lo… verde. —Ja, ja, ja. En serio, aún no sé cómo podrás sobrevivir sin estas vistas. Con lo que te gusta a ti enamorarte y desenamorarte con facilidad. —No me lo recuerdes —manifiesta agachando la cabeza y arrancando una hoja de césped—. Para ti es fácil, siempre has pasado de los tíos. Sí, ya sé lo que me vas a decir: que somos fuertes e independientes y que no los necesitamos para lograr nuestras metas, pero… —Chica lista. —Tía, tú eres de otro planeta o los extraterrestres te abdujeron una noche de luna llena. No es normal que no te hayas enamorado realmente de ninguno en todos los años que hace que te conozco. —Ninguno merecía la pena, créeme. —¿Cómo que no? Hemos conocido a más de un semental, y lo sabes. —Tú lo has dicho: sementales. Su capacidad y su relevancia se reducen a un mero trámite de intercambio de placeres y fluidos. —Pero ¡mira que eres científica, joder! Hay cosas que la ciencia no puede explicar, ¿lo sabías? —Tienes razón. Por más décadas que el ser humano lleve investigando, nadie ha podido averiguar a qué se debe que exista tanto gilipollas. —Algún día te enamorarás y verás que el amor es algo que escapa a la ciencia. —¡Ya estuve enamorada! —me defiendo. —Sí, de un tubo de ensayo. 1—¿A que son guapos? —digo alzando las cejas—. Siempre dispuestos, erectos y transparentes. ¿Qué más se puede pedir? —En serio, Maica. Ese día llegará, te veré poner cara de tonta y no tendrás más remedio que darme la razón. —Eso pasará el día que mi padre quiera a los franceses, o sea, nunca. Ainhoa, aunque nos gusten las novelas románticas, lo que reflejan es pura ficción. Estoy segura de que más de una ha confundido un rugir de tripas con las archiconocidas mariposas en el estómago. —A veces la realidad supera la ficción. —¿De verdad crees que un hombre puede hacerte doblar la rodilla y levantar un pie con un simple beso? ¡No me hagas reír! —Cuando se hace algo así, no es por un simple beso. —Hablas como si lo hubieses vivido y, hasta donde yo sé, no se ha dado el caso. —Aún no, pero todo se andará. —Sigue, sigue andando. —Y, ya que estamos, también quiero probar un cuarto rojo, o un local liberal, una de esas posturas extrañas o un buen empotramiento. —¡Y luego vas y te despiertas…! Baja de las nubes, piloto, que el tortazo que te puedes dar no es pequeño. Cuarto rojo, dice la jodía, ja, ja, ja… —Tú ríete, pero algún día te comerás tus propias palabras, y yo seré testigo de ello. **************** Con el mediodía, llega el momento de marcharnos del centro universitario, y la nostalgia se implanta en nuestras caras de un modo irremediable. No hemos sido estudiantes modelo, y hemos repetido muchos cursos, pero nos da pena acabar la mejor etapa de nuestra vida. En la puerta del complejo, ambas nos volvemos para echar un vistazo al lugar que tanto nos ha dado y que tantos memorables recuerdos atesora. Suspiramos y dejamos que el silencio hable por nosotras; ninguna quiere decir nada porque sabemos que, al hacerlo, abriremos la puerta a la ñoñería más ñoña del mundo ñoño y las lágrimas saldrán en formato fuente de nuestros ojos. —¡Tengo una idea! —grita de pronto mi amiga. —Joder, Ainhoa, avisa —digo echándome la mano al corazón. Si el grifo de la fuente estaba a punto de abrirse, con el grito que acaba de dar se ha cerrado la llave de paso de un plumazo. —Me he venido arriba, lo siento. ¡Es que es muy buena! —Sea lo que sea, ¡me apunto! —¿Qué te parece si alargamos aún más esta despedida? —Tía, no pienso encadenarme a un árbol. —¿Tienes prisa por empezar a trabajar o te apetece que convirtamos este verano en el colofón y la traca final de esto? —¡Soy tu chica! ¿A qué playa nos vamos? —¿Qué te parece a una isla? —pregunta con sonrisa ladina. —Te recuerdo que aún somos estudiantes —apostillo pensando en la cantidad de dinero que nos va a costar escaparnos a Ibiza. —¿Qué parte de «muy buena» no has entendido? Ven conmigo. En apenas unos minutos estamos de vuelta en el complejo, pero esta vez en uno de los lugares que menos hemos visitado en estos años: la biblioteca. —Y ¿dices que es gratis? —Como el aire que respiras. Mira, aquí lo pone —dice señalando la pantalla del ordenador que hemos escogido—. Es un programa pionero subvencionado por la Unión Europea, llevado a cabo por los ayuntamientos participantes en colaboración con el de Madrid. Se trata de un intercambio entre países pertenecientes a la Unión Europea que han accedido a participar en el proyecto. —Y ¿desde cuándo sabes tú esto? —No lo recuerdo muy bien, pero eso ahora no importa. —Vale, te pendono. Según dice aquí, el intercambio es para fomentar la colaboración entre ciudades, aprender el idioma y las costumbres. —Exacto. Una persona vendría a nuestra casa y luego nosotras iríamos a la suya. ¡Y gratis! —No me lo puedo creer. ¡Es un sueño hecho realidad! —¡Tía, que nos vamos a Londres! —grita cogiéndome del brazo y balanceándome. La bibliotecaria nos sisea y nos riñe con la mirada. Pero a nosotras no nos importa mucho; somos las únicas que estamos en la sala y… ¡nos vamos a Londres! —Pues habrá que darse prisa antes de que se salgan de la Unión Europea. ¡Mierda! —digo sin dejar de mirar la pantalla. —¿Qué ocurre? ¿Ya se han salío? —El plazo para inscribirse acaba hoy mismo, exactamente dentro de cinco minutos. —¡¿Qué?! —Míralo tú misma. —Dame el ratón —exige arrancándomelo de la mano—. Ainhoa García…, calle… —Co, date prisa, que no llegamos. —¡Calla, que no me concentro! Escalera segunda… —¿Para esto dijeron que debíamos aprender a escribir a máquina?… ¡La madre que los parió! —¡Me estás poniendo nerviosa! Segundo, izquierda… —¡Pon un dos, no hace falta que pongas segundo! —¿Te quieres callar? Puerta B… ¡Listo, te toca! —Pero ¡¿qué haces?! ¡¿Para qué cierras la pestaña?! —Joder, la costumbre. —Ssssshhhh. —De nuevo la bibliotecaria. —Trae aquí. —Le quito el ratón. —Corre. —Habló doña tortuga. —Queda un minuto, date prisa. —Así no puedo concentrarme. Maica Ruiz… —Ahora ya sabes lo que es escribir bajo presión. Cuarenta segundos. —Tú has tardado cuatro minutos y me has dejado las sobras. Segundo, izquierda… —¿Qué haces? Si tú vives en el tercero. La del segundo soy yo. —¡Joder, joder, joder! —Borra. —Ya voy. Tercero, derecha… —Veinte segundos. —Cállate o te callo. Puerta C… Zaragoza… —¡Cinco segundos! —España… ¡Listo! —digo alzando los brazos y apoyando la espalda en la silla. Pero, en contraste con mi alegría, la cara de Ainhoa se torna blanca como el papel. Si ya de por sí la pobre es albina de piel, ahora parece un folio vestido y con peluca rubia. —¿Qué pasa? ¿No he llegado a tiempo? Dime que sí o me pego un tiro. — Miro el reloj que hay abajo a la derecha de la pantalla y, después, de nuevo a doña Din A4 sin saber muy bien qué ocurre—. Tía, ¿qué te pasa? No me asustes, ¿he llegado a tiempo sí o no? —Sí, pero no. —En cristiano, si no te importa. —Has llegado a tiempo de inscribirte, pero no vas a llegar a tiempo de huir del país. —¿Te has vuelto loca? ¿Por qué tendría que…? No puedo acabar la frase. Tengo los ojos clavados en la pantalla y ahora soy yo la que debe de estar blanca y pajiza. —Maica, respira. Coge aire y expúlsalo, es fácil, nos lo enseñan desde que nacemos. Su voz llega hasta mi cerebro, pero mi cuerpo se niega a obedecer. Estoy paralizada, petrificada, mientras noto cómo ella aporrea el teclado, abre y cierra pestañas y juguetea con el ratón. —Igual hay algo que podamos hacer. Igual no todo está perdido. Igual… —Necesito salir de aquí. —Claro, necesitas aire. Vámonos —formula soltándolo todo y cogiéndome del brazo para caminar a mi lado cual zombi en «The Walking Dead». Guiada por ella, y aún en estado de shock, alcanzamos la salida de la ciudad universitaria. No sé muy bien cuánto tardamos en llegar ni lo que ha durado el trayecto, pero, de pronto, el sonido de la bocina de un coche consigue hacerme abandonar la ultratumba y regresar al mundo de los vivos. Es entonces cuando miro a mi amiga, cojo aire y, con todas mis fuerzas, grito a pleno pulmón: —¡¡¡Me cago en Napoleón!!!
|
|