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LO QUE EL ALCOHOL HA UNIDO QUE NO LO SEPARE LA RESACA

SINOPSIS:

«Una comedia que consigue el equilibrio perfecto entre el romanticismo, el erotismo y el sentido del humor».

Cuando Lucía está a punto de casarse con Miguel, al que considera el hombre de su vida, descubre que le es infiel. Dolida y desengañada, preparara un plan para dejarlo plantado en el altar y desenmascararlo frente a los invitados.

Tras el caos que organiza durante la ceremonia, sus amigas deciden salir con ella de juerga para no dejarla sola en la que hubiera sido su noche de bodas. Pero, al regresar a casa, un despiste y una desternillante situación harán que ella y sus amigas acaben detenidas por unos agentes demasiado… ¿guasones y sexis?

A partir de ese momento, la vida de Lucía y del teniente Urbano quedarán unidas para siempre; aunque para Lucía, escarmentada con el género masculino, no será fácil reencontrarse una y otra vez con el responsable de su detención.

¿Conseguirá el guapo, cabezota y mandón «soltero de oro» de Urbano romper la coraza antihombres de Lucía?

 






IMÁGENES
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PRESENTACIÓN Fnac Murcia Lo que el alcohol ha unido que no lo separe la resaca
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Lee el primer capítulo


CAPÍTULO 1

—Quien tenga algún motivo por el que esta boda no deba celebrarse, que hable ahora, o calle para siempre —expone el sacerdote de la Catedral.

Un silencio llena la estancia y todos los invitados se miran unos a otros recelosos, con temor a que alguien impida la ceremonia; excepto mis amigas y mi familia, a los que informé en su día de lo que tenía pensado hacer, pese a la oposición de algunos de ellos, y en especial de mi madre.

Soy organizadora de eventos y, junto a mi jefa y amiga Paloma, hemos conseguido un resultado perfecto. La Capilla Mayor y el transepto donde se celebra la boda están impecablemente engalanados con las mejores rosas y dalias blancas de la ciudad, y son las protagonistas de los centros florales y las decoraciones de los diferentes bancos. Como blanco también es mi ramo: un precioso bouquet de calas y aspidistra, que conjuga a la perfección con mi vestido, de la última colección de Pronovias.

En la puerta, un precioso y acicalado Rolls Royce Silver Wraith negro, en el que he venido, aguarda a vernos salir convertidos en marido y mujer para llevarnos directos al convite.

En los respaldos de los bancos hay unos pequeños sobres, que previamente hemos pegado y colocado, con una nota que reza:

Abrir cuando lo indique la novia.

La fotógrafa y el cámara, que son asiduos colaboradores de nuestra empresa, capturan todo el evento sin perder detalle. Ellos también están advertidos, así que, a diferencia de otras bodas, no han venido a casa a hacer ninguna foto, y tan solo han ido a la de Miguel, el novio.

Y aquí estoy yo, en la preciosa catedral de Murcia, rodeada de todos mis amigos más allegados, mi familia más cercana, y toda la gente invitada por Miguel.

¡Con la ilusión que yo tenía por que llegara el día de mi boda, mi gran boda! Ese día especial con que toda chica sueña desde pequeña; ese cuento hecho realidad donde, por unas horas, nos convertimos en protagonistas y verdaderas princesas, y en el que nos entregamos con pasión y amor a nuestro príncipe azul, mientras él nos aguarda nervioso y enamorado junto al altar, para unirnos en santo matrimonio por siempre jamás, y... ¡Chorradas!

«Que hable ahora o calle para siempre», acaba de pronunciar el sacerdote. El momento ha llegado. Así pues, tras un considerable suspiro, y después del gesto de aprobación de mis amigas, me hago con el micrófono del cura bajo la atenta mirada de mi prometido, y me giro para dirigirme a los allí congregados.

—Queridas familias, queridos amigos: gracias por venir.

—¿Qué estás haciendo? —cuchichea Miguel sorprendido.

—Como habréis podido comprobar —continúo hablándole a los invitados—, delante de cada uno de vosotros hay un sobre. Si sois tan amables de abrir cada uno el suyo, por favor.

—¿Qué hay en los sobres? —inquiere molesto. El desconcierto de su rostro se acaba de tornar en enojo.

—Es una sorpresa, cariño.

Todo el mundo está expectante y, obedeciendo mis indicaciones, procede a abrirlos. Las diferentes reacciones no se hacen de rogar. Los invitados no salen de su asombro al ver lo que contienen los sobres. El murmullo general y las inquisitivas miradas hacia el que iba a ser mi esposo, logran ponerlo realmente nervioso.

—¡Dime qué demonios ocurre, y dímelo ya! —me exige Miguel.

—Claro que sí, cariño —respondo con sorna—, tus palabras son órdenes para mí.

Y dirigiéndome de nuevo a los allí presentes, continúo:

—Como habéis podido comprobar, el de la fotografía es Miguel; mi querido y amado Miguel. El novio perfecto que toda mujer puede desear para que lo acompañe durante el resto de su vida. Durante cuatro maravillosos años, hemos sido novios, hemos hecho numerosos planes juntos, y uno de ellos era este: casarnos. Pero, como podéis apreciar en la imagen, el matrimonio no entraba en sus planes o, por lo menos, no conmigo. He querido compartir con vosotros esta noticia de esta forma porque sabía que de otro modo no me habríais creído, y porque así podía demostrároslo a todos. Efectivamente, el de la foto es Miguel manteniendo relaciones sexuales con mi primo Juan en la que, hasta ahora, era nuestra cama.

El momento es indescriptible. Mis amigas me guiñan el ojo como muestra de su apoyo incondicional, mi madre agacha la cabeza y mi padre observa serio a Miguel; me consta que para él supone un esfuerzo tremendo acatar mis instrucciones y contenerse, pues conozco su faceta protectora y sé que, de buena gana, le propinaría un buen puñetazo. Mi hermana, Leire, en cambio, incapaz de contener sus emociones, muestra su enfado con el ceño fruncido implantado en su cara.

Mis tíos, incrédulos y avergonzados por las decenas de miradas que los escudriñan, salen escopetados de la iglesia junto a mi primo Juan que, incapaz de articular palabra y con la cara pálida de la impresión, tan solo es capaz de agachar la cabeza mientras se deja guiar por sus padres.

Miguel, que no puede aguantar la presión, tras llevarse la mano a la frente, observo que cae al suelo, arrastrado por la vergüenza y el dolor.

—¡Puta! —me grita de pronto su madre, doña Ana, que se acerca llena de ira a recoger a su hijo del frío suelo de mármol.

—¡Ella no ha sido infiel a nadie! —le responde mi madre, que viene hasta mí para defenderme de la arpía.

—¡Algún motivo tendría para hacerlo!

Sus últimas palabras me hacen verdadero daño, pero no estoy dispuesta a dejar que nadie me defienda; puedo hacerlo yo sola. Así pues, reprimiéndome las ganas de arrancarle el ridículo sombrero que la señora se ha colocado sobre su escultural y patético moño, le suelto:

—Tienes razón. Pero no solo tenía un motivo para serme infiel, tenía dos: que no soy un hombre y, lo más importante, que tú no le has dado la suficiente confianza para salir del armario como es debido.

Y allí, agachada y con la boca abierta, dejo a la que iba a ser mi suegra junto a su querido hijo, observando cómo, rodeada de mi gente, abandono la hermosa Catedral que, junto con su sacerdote y sus preciosas capillas, incluida la de Los Vélez, han sido testigos de uno de los momentos más bochornosos que jamás se haya vivido en el templo sagrado.

Mis amigas Paloma, Eva y Marta me arropan y me sujetan al mismo tiempo mientras nos dirigirnos a la Puerta de los Apóstoles, ubicada en un lateral de la Iglesia. He aguantado toda la escena sin amilanarme lo más mínimo, pero al salir mis piernas comienzan a flaquear.

 En el instante en que me dispongo a poner un pie en la plaza, me paro y me giro para observar por última vez la estampa: Miguel está aún en el suelo, flanqueado por la bruja de su madre; mientras que su padre está de pie hablando con el sacerdote, que le escucha abanicándose sentado en el primer banco. La imagen me produce pena y rabia al mismo tiempo.

—Escuchadme bien lo que os voy a decir —les comunico a mis amigas al girarme de nuevo—: no quiero ni oír hablar de hombres en mucho tiempo, y mucho menos de bodas. ¿Queda claro?

Las tres asienten con la cabeza, antes de salir definitivamente de la Iglesia.

Como era de esperar, en la puerta las habladurías de los invitados no cesan; todos están asombrados por lo ocurrido y deseosos de respuestas. Pese a ello, mis amigas y yo actuamos según lo planeado y, escudada por ellas, las cuatro nos marchamos rumbo al coche de Paco, el marido de Marta, que nos espera para llevarnos al piso de mis padres.

Mi familia, en cambio, decide quedarse durante un breve rato contestando con escuetas frases, disculpándose por lo ocurrido y despidiéndose del resto de nuestros invitados. Mi madre insistió en hacerlo de este modo, era su deseo, como yo tenía el mío de largarme cuanto antes para no alargar demasiado un innecesario momento, y evitar tener que dar detalles de la auténtica y dolorosa verdad.

Todo empezó hace un par de meses. Miguel recibía llamadas a deshoras; cuando sonaba el teléfono, sobresaltado, lo cogía y se alejaba de donde estuviéramos para atender la llamada, con la excusa de que era por trabajo. Una tarde, incluso, llegó a marcharse del piso para poder hablar a solas; según él, no quería que se oyese ningún ruido de fondo, ni que su jefe supiera nada acerca de su vida privada. Aquellas reacciones levantaron mis sospechas, pues yo atendía mis llamadas con naturalidad, y cuando era Paloma la que me telefoneaba, no tenía inconveniente alguno en que él escuchara nuestras conversaciones.

Su actitud comenzó a cambiar por completo. Además de su extraño comportamiento, había que sumarle también la escasez de relaciones sexuales, lo que para mí fue uno de los mayores detonantes. Miguel lo achacaba al estrés previo a la boda. Por las noches, no solía llegar a casa más tarde de lo habitual, pero, a mediodía, sí que se marchaba antes.

Había oído hablar de las diferentes señales que existen para saber si tu pareja te es infiel, y a mí me estaban ocurriendo todas. Decidí no hablar del tema con nadie o, por lo menos, no durante los primeros días; debía aclarar mis ideas y, sobre todo, recabar pruebas. Fue así como comencé mi ardua investigación privada.

Durante los cortes de publicidad en la televisión, solíamos mirar nuestros respectivos móviles. Aprovechando este hábito, una noche, simulando escribir algo en el mío, logré averiguar su código para desbloquear la pantalla que, hacía poco tiempo, le había puesto a su smartphone. Una vez en la cama, esperé a que se quedara dormido y, bien entrada la madrugada, cogí su teléfono y, a hurtadillas, salí del dormitorio. Al llegar al baño, cerré la puerta con pestillo, me senté sobre la taza del inodoro y me quedé durante un largo rato observando el móvil. Lo que iba a hacer iba en contra de mis principios, pero estaba a punto de casarme, y no quería arrepentirme después de cometer un enorme error por no cometer, entonces, uno pequeño. Sin embargo, ni siquiera en mis peores pesadillas habría soñado con lo que allí me encontré: había decenas de mensajes subidos de tono de él hacia mi primo Juan, y viceversa. Literalmente, mi mundo se vino abajo en aquel instante. Podía luchar contra otra mujer, pero nunca contra un hombre, por mucho que quisiera. Mis temores no eran infundados, había descubierto el motivo de sus repentinos cambios y me sentía traicionada, dolida, engañada… Una y otra vez leí y releí aquellos mensajes que englobaban una doble traición: la de Miguel, el que creía el amor de mi vida, y la de mi primo Juan, al que me unía no solo la sangre, sino también un buen trato familiar y miles de recuerdos de infancia.

Rota de dolor, con el corazón acelerado y una aguda punzada machacándome el estómago, lloré sin desconsuelo durante horas, encerrada entre aquellas cuatro frías paredes alicatadas de grandes azulejos color miel, hasta agotar mi arsenal de lágrimas. Por mi cabeza pasaron cientos de recuerdos: el día en que nos conocimos, nuestros viajes, nuestros planes, sus promesas de amor, su perfecta y romántica pedida de mano… Habían sido cuatro años de mi vida perdidos, tirados a la basura de un solo plumazo, y que jamás podría recuperar.

Cuando mi llanto cesó y las lágrimas dejaron de brotar, me lavé la cara y, con sumo cuidado, regresé al dormitorio. Al llegar, me paré un instante a observar cómo dormía plácidamente, abrazado a su almohada, el hombre que se había convertido en mi verdugo. Y en aquel preciso instante lo supe; supe qué debía hacer.

A partir de entonces, urdí uno de los mayores planes de mi vida. Pero no podía hacerlo sola, y le confié mi mayor secreto a Paloma; aún recuerdo su cara cuando se lo hice saber. Una vez obtenidas diferentes capturas de pantalla de los mensajes y recabada toda la información necesaria, mi mejor amiga y yo simulamos un pequeño viaje a Valencia por temas laborales. Ese mismo día, mi tía iba a recibir visita en su casa por su onomástica, por lo que era de esperar que la cita entre Miguel y mi primo tuviera lugar en mi piso. Tras pedir un par de favores, y antes de nuestra supuesta partida, colocamos una mini cámara en mi dormitorio. Nuestro plan no podía fallar…, y así fue. Por la tarde, desde la habitación que Paloma me había dejado para pasar la noche en su casa, y frente al portátil que recibía la señal de la micro cámara, pude observar junto a mi amiga, y con un dolor indescriptible, lo que estaba sucediendo en directo sobre mis sábanas.

Si difícil fue ver aquellas imágenes, más lo fue disimular delante de él y de la gente que nos rodeaba. Debía aparentar que estaba ilusionada con el enlace, y me obligaba continuamente a sonreír, mientras mi corazón se limitaba a llorar de puro dolor. Quizás mi plan de sacar a la luz toda la verdad no era del todo ético y moral, pero la traición es imperdonable, y yo la estaba sufriendo con creces.

A falta de dos semanas para la boda, y con las debidas pruebas en la mano, les conté todo a las chicas, y esa misma noche, a la hora de la cena, también a mi familia. Al principio esta última no estuvo de acuerdo conmigo con el plan que tenía pensado para desenmascarar a Miguel, pero acabé convenciendo a mis padres de que aquella era la única forma que tenía de poder defender y demostrar la verdad a todo el mundo. Las informaciones de boca en boca se desvirtúan, las consecuencias de los famosos «me han dicho» y «me han contado», como las del teléfono roto, eran sabidas por todos. Y el daño irreparable que podrían producir, también.

Los regalos se iban a devolver y el restaurante donde se iba a celebrar el convite estaba previamente cancelado. En su lugar, reservé en un pequeño local una cena para nueve; quería agradecerles a las ocho personas que eran sabedoras de la historia el apoyo y la ayuda que me habían brindado para llevar a cabo mi plan.

 

Y aquí estoy ahora, en el coche de Paco, rodeada de mis amigas y camino de la que, durante muchos años, fue mi hogar: la casa de mis padres.






García de Saura

Autora Novela Romántica





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