Capítulo 1
Filadelfia, en la actualidad
El tráfico avanzaba lento entre la nieve que aún quedaba junto a la carretera, las filas interminables de coches apenas se movían, y las bocinas sonaban aquí y allá, como si alguien tuviera la esperanza de que aquello sirviera de algo. John Mayer sonaba en la radio, y mis dedos seguían el ritmo sobre el volante mientras canturreaba la canción y repasaba en mi mente lo que tenía que hacer ese día. Me miré las manos y no pude evitar sonreír. Parecía mentira cómo todo lo que había sucedido años atrás me había llevado hasta este punto. A veces, ni yo misma me creía la historia que había vivido.
Con el tiempo justo, aparqué en la zona reservada para el personal, en uno de los estacionamientos internos del Penn Memory Center. El hospital, situado en pleno corazón de Filadelfia, se erguía imponente entre otros grandes edificios. Aunque rodeado por el ajetreo de la ciudad, dentro se respiraba una calma diferente. Las modernas instalaciones reflejaban el esfuerzo por crear un espacio acogedor y especializado para el tratamiento de los enfermos. La planta donde trabajaba, dedicada a pacientes de Alzheimer, tenía un ambiente propio, tranquilo y pausado, adaptándose al ritmo de quienes luchaban por mantener sus recuerdos.
Saludé a una compañera al pasar de camino al vestuario. El uniforme en nuestra área era de un azul grisáceo claro, sencillo pero cómodo, compuesto por dos piezas prácticas para moverse durante las largas horas de trabajo. Me lo puse con rapidez y me recogí el pelo en una coleta, lista para comenzar el día. Miré el reloj: aún me quedaban algunos minutos antes de empezar la ronda, lo justo para repasar lo que me esperaba.
Al llegar a mi puesto, me encontré con Sophie, una de mis compañeras.
—Madison, qué buena cara traes hoy —me soltó nada más verme, mientras recogía sus cosas para marcharse. Ella terminaba su turno y yo comenzaba el mío.
—Gracias, preciosa. ¿Qué tal la noche? —le pregunté, ojeando la carpeta con las anotaciones.
—Nada fuera de lo normal. La señora Thompson nos dio un concierto hasta que la sedamos, por orden del doctor Williams.
La miré y ambas nos echamos a reír. Aquella mujer era todo un caso. Había sido una reconocida soprano y al personal nos costaba controlarla cuando le daba por recitar conciertos a deshoras.
—¿Y Evelyn? —indagué.
—Tu señora Harper, para asombro de todos, no ha dado ningún problema.
Dijo aquello porque Evelyn, a sus ochenta años, era la más rebelde de todos. Era una paciente a la que me unía un especial cariño, era algo inevitable, y mis compañeros estaban al tanto de aquella debilidad que sentía hacia ella.
Evelyn Harper no fue una mujer famosa como lo había sido la señora Thompson, pero su vida debió ser de todo menos rutinaria. Su enfermedad solo le permitía recordar en muy pocas ocasiones vivencias de su pasado, aunque eran sus increíbles ganas de vivir y su contagiosa alegría lo que más me atraía de ella. Para ella, cada día era un regalo, y hacía locuras como escaparse en días de tormenta para bailar bajo la lluvia. Era una romántica soñadora, que no había dejado de creer en el amor, a pesar de su enfermedad.
Evelyn me recordaba a mi abuelo, alguien a quien siempre estuve muy unida. Ambos eran unos auténticos sinvergüenzas en sus momentos de lucidez, y esa chispa de vida era lo que más me hacía sonreír.
—Perfecto —respondí, antes de despedirme de ella y desearnos mutuamente un buen día.
Cuando llegó la hora, agarré el carro de las medicinas y comencé la ronda habitual por las habitaciones. La primera era la de la señora Thompson. Como era de esperar, la encontré dormida y la desperté con cuidado para darle sus pastillas. Ella murmuró algo entre sueños y, aunque adormilada, se las tomó sin problemas. Como cuidadores, nuestro cometido en el hospital era proporcionarles una vida cómoda y apoyarlos en todo lo que necesitaran, y una vez me aseguré de que todo iba según lo previsto, la dejé que siguiera descansando.
Continué hacia la habitación del señor Green, un octogenario que no solía dar problemas, más allá de su insistente manía de querer dibujarlo todo y a todas horas. Él solía colaborar sin quejas, siempre y cuando tuviera sus manos ocupadas y un lienzo o libreta donde plasmar sus diseños. Su cuarto parecía un estudio, repleto de dibujos extraños que al hombre le gustaba contemplar a diario. Conocía su pasión, y esa mañana, le llevé un nuevo lápiz de carbón que le había comprado la tarde anterior.
—¿Es para mí? —preguntó con asombro al sacármelo del bolsillo y entregárselo.
—Si no lo quiere, puedo dárselo a la señora Thompson —bromeé. A pesar de que su habitación era la contigua y solo les separaba una pared, el señor Green no podía ni verla.
—¡Trae eso aquí, muchacha! —me soltó, arrebatándomelo de la mano.
No pude evitar sonreír. Los enfermos de Alzhéimer son como niños grandes, me enternecían, lo reconozco, y creo que por eso escogí renunciar a mi carrera de enfermería para trabajar de cuidadora. El trato directo con ellos era mucho más enriquecedor para mí que solo limitarme a asistir en quirófano, curarle las heridas o darles las medicinas. Los cuidadores, y en especial los del Penn Memory Center, nos caracterizábamos por el trato personal, el cariño y la dedicación con los que tratábamos a nuestros pacientes, y yo adoraba mi trabajo por encima de cualquier otro precisamente por eso.
Tras visitar al resto de pacientes de la planta, le llegó el turno a Evelyn. Por desgracia, era la que más tenía avanzada la enfermedad, y la que más lagunas solía tener. Al abrir la puerta me pregunté qué día tendría esa mañana. La vi sentada junto a la ventana, como de costumbre. Era una soñadora nata y adoraba contemplar la ciudad, el ajetreo…, la vida en sí.
—Buenos días, Evelyn —la saludé.
Ella se giró y, por un momento, sus ojos parecían perdidos. Pero luego me miró y sonrió, reconociéndome.
—Buenos días, querida.
Me acerqué a ella con la bandeja y le puse el vaso de agua en su mano. Su piel era fina, repleta de pecas y arrugada, pero su agarre seguía teniendo fuerza.
—¿Cómo has pasado la noche? —le pregunté mientras sacaba sus medicinas del vasito. Ella detestaba aquel envase de plástico y yo lo vaciaba y me aseguraba de tirarlo a la bolsa de basura que iba enganchada al carrito.
—Que yo recuerde, durmiendo —respondió con un suspiro. Pero al ver que le acercaba las medicinas, cambió el semblante y frunció el ceño—. No quiero pastillas —soltó con esa terquedad que a veces me hacía sonreír.
—Vamos, Evelyn, sabes que te ayudan a sentirte mejor —le insistí con paciencia.
—Me sentiría mejor si los políticos hicieran algo para acabar con esta mierda de enfermedad —masculló con el mismo genio que solía hacerlo mi abuelo.
—Míralo por el lado positivo, al menos han conseguido estabilizarla, gracias a estas pastillas —dije mostrándoselas.
Ella me miró un segundo más antes de rendirse y abrir la mano.
—Siempre logras que te haga caso —murmuró.
—Es mi trabajo —le respondí con una sonrisa.
Después de tomárselas, Evelyn se quedó en silencio y volvió la mirada de nuevo hacia la ventana. Entendí que deseaba estar tranquila y me dispuse a salir, cuando, de pronto, se giró y me miró con curiosidad.
—¿Dónde está mi marido? No lo he visto en todo el día.
Sentí una punzada en el pecho. Su marido había muerto hacía años, pero ella seguía preguntando por él a menudo.
—No está aquí, Evelyn. Lo siento mucho.
Ella asintió despacio, como si la noticia la golpeara por primera vez. Aquella era la parte más dura de mi trabajo, no voy a negarlo. Deseaba poder ayudarla para que no volviera a sufrir, y pudiera superarlo. A pesar de ello, siempre había un lado bueno, y era que su enfermedad no era constante, y cuando la memoria volvía a fallarle, el dolor se mitigaba.
—Y tú, querida, ¿tienes a alguien? —me preguntó segundos después, cuando la tristeza abandonó sus ojos.
Aquel era uno de esos momentos en el que el dolor desaparecía.
Para Evelyn, el amor era lo más importante sobre la faz de la Tierra. Ella siempre solía decir que era el motor que movía el mundo, y en nuestras conversaciones siempre hablábamos sobre ello. Aquella no era la primera vez que me preguntaba por mi vida amorosa, había perdido la cuenta de las numerosas ocasiones que lo había hecho y que yo se la había contado. Sin embargo, mostraba tanto entusiasmo que yo adoraba contárselo cada vez que me lo pedía.
—Tengo a mucha gente que me quiere —respondí con una sonrisa amable.
—Sí, pero no me refiero a la familia o los amigos. Te hablo del amor verdadero, y no veo un anillo en tu dedo. ¿Cómo es posible, con lo hermosa que eres?
Evelyn era una romántica empedernida y yo su más ferviente admiradora. Suspiré al recordar el motivo del por qué mi dedo no portaba ninguna alianza, y porque sabía que una vez más me vería obligada a contarle mi historia.
—Me lo quité cuando me di cuenta de que lo amaba —respondí con una tierna sonrisa.
Evelyn me miró con una expresión de sorpresa, tal y como había hecho la primera vez y como si nunca antes hubiera escuchado mi relato.
—Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo puedes deshacerte de un anillo cuando amas a alguien? No tiene sentido —argumentó.
Coincidía con ella en esa parte. Dicho de ese modo, podría sorprender a cualquiera, pero es que mi historia no era muy común, e incluso mis amigas se sorprendieron cuando les expliqué por qué lo había hecho.
—Es una historia larga, Evelyn —defendí.
—Si hay algo que me sobra aquí es tiempo —murmuró—. Quiero que me la cuentes —insistió, como había hecho otras tantas veces, con ese brillo cubriendo sus ojos, como el de un niño la mañana de Navidad.
Me resultaba curioso que siempre mostrase el mismo entusiasmo, y a veces me hacía dudar de si realmente recordaba o no mi relato. Aun así, adoraba contárselo, y no tuve más opción que concederle su deseo.
—De acuerdo —concluí con una sonrisa—. Aunque primero debo hacer la ronda. ¿Podrás esperarme a que vuelva? —bromeé.
—No pienso moverme hasta que me la cuentes. Prometido —dijo, levantando la mano y cruzando los dedos en señal de juramento.
Por aquella y por muchas otras razones, sentía debilidad por ella.
Continué visitando al resto de pacientes de la planta para suministrarles las medicinas correspondientes y, al terminar, regresé a la habitación de Evelyn. Muchas de las conversaciones que mantenía las olvidaba y en aquella ocasión, como tantas otras veces, me pregunté si a mi llegada la recordaría. Para mi sorpresa, la encontré sentada junto a la cama. Aún llevaba el camisón y quedaba tiempo hasta la hora del aseo matinal.
Al verme, no dudó en reñirme.
—¡Has tardado más de la cuenta! —me reprendió, como si llevara horas esperándome.
—No eres la única paciente que tengo, ¿lo sabías? —bromeé al acercarme hasta ella. La adoraba.
Evelyn me miró con esa mezcla de curiosidad e impaciencia que tanto me gustaba.
—Bueno, empieza ya, que estoy esperando —alentó, dando golpecitos sobre el colchón, invitándome a sentarme frente a ella—. Y, por favor —añadió—, hazlo como si nunca me lo hubieras contado antes.
Algunos momentos de lucidez, como aquel, me encogían el corazón.
Acepté su invitación y me senté al borde de la cama.
—¿De verdad quieres saber por qué no llevo anillo? —cuestioné para asegurarme de que en verdad quería conocer mi historia.
—Por supuesto que sí. ¿Quién en su sano juicio haría tal cosa?
—Es una historia, digamos… distinta.
—Pues cuéntamela. Me muero por conocerla.
—Está bien —suspiré—. Pero solo hay una forma de entenderla, y es contándola desde el principio.
—Todas las historias lo tienen, querida. Solo cuando llegas al final te das cuenta de lo vivido.
Sus palabras me provocaron un nudo en la garganta. Sabía que, al día siguiente, tal vez olvidara lo que iba a contarle, pero aun así no me importaba. En aquel instante estaba conmigo, completamente presente y, de alguna manera, me dio fuerzas para comenzar. Me acomodé, respiré hondo, y dejé que los recuerdos me envolvieran.
—Todo comenzó hace veintiún años…