Prólogo
Luz, descubrimientos apasionantes y aventuras inolvidables. Así era como yo imaginaba mi futuro.
Cuando somos niños no pensamos más allá de nuestros sueños. La niñez es tan limpia y pura que su inocencia nos permite ser libres y dejar volar nuestra imaginación sin límites. Nuestro mundo entonces se tiñe de los colores del arco iris o de cuantos queramos recrear, porque en él todo es armonía, y no hay cabida a los miedos o los temores. La candidez de nuestros pensamientos es libre. Valiente. Invencible. Hasta que un día, la madurez nos golpea de frente, y ese camino, donde los sueños siempre habían sido infinitos, acaba cortándose. El decorado cambia, y las pequeñas piedras que encontrábamos y que solo formaban parte del escenario, de pronto se transforman en enormes bloques que nos impiden el paso. Es entonces cuando nos vemos obligados a cambiar de rumbo, a abandonar el camino que habíamos recorrido durante la infancia para adentrarnos y embarcarnos en otro muy distinto y completamente desconocido, llamado vida.
Yo soñaba de pequeña con ser arqueóloga. Mientras mis hermanas o las demás niñas jugaban a ser princesas, mi imaginación me llevaba a tiempos antiguos y lugares lejanos, donde me veía desenterrando leyendas olvidadas y secretos escondidos bajo capas de historia y polvo.
Fue mi madre quien me inculcó el amor por la historia y la arqueología. Ella me contaba historias fascinantes sobre civilizaciones antiguas y maravillas arqueológicas. Recuerdo las tardes que pasábamos juntas entre libros antiguos y documentos polvorientos, o creando nuestras propias aventuras en miniatura. Usábamos cajas de cartón para construir ruinas imaginarias, con piedras y fragmentos de cerámica que coleccionábamos y que encontrábamos en nuestros paseos por el campo.
—Para entender lo que somos, tenemos que entender lo que fuimos —me decía, con la voz y la mirada repletas de entusiasmo.
Aquellos momentos me hacían sentir viva, llena de esperanza, como si alcanzar cualquier cosa que me propusiera fuera posible. Sabía que aquel sería mi destino. Su pasión la hice mía, y juntas soñamos con lugares que algún día visitaríamos.
Pero esos sueños se truncaron cuando ella falleció de forma repentina debido a una aneurisma. Su muerte dejó un vacío insustituible en nuestras vidas, y mis hermanas y yo quedamos a merced de las estrictas normas de mi padre.
Pertenecer a una familia con expectativas tan rígidas nunca había sido un desafío constante hasta ese momento. Yo apenas tenía doce años cuando ocurrió, y me refugié en mis hermanas para poder sobrellevarlo, sobre todo en Mari Carmen.
Ella es la mayor de las tres, y siempre fue la primera en todo, la pionera en abrir el camino y estrenar todo lo nuevo. Pero también la que asumió un papel que no le correspondía con tan solo quince años. A pesar de ello, lo hizo como ninguna hubiéramos podido. Mari Carmen había nacido para ser madre, y cuidó de Clara y de mí cuando mi padre se ausentaba por trabajo, que era bastante a menudo.
Cuando él llegaba a casa, ni siquiera agradecía todo lo que hacía por nosotras, porque él solo tenía ojos para Clara. Ella es la menor de las tres, la consentida de papá, y la que recibía mayor atención y cariño.
Y en medio estaba yo, en una especie de limbo familiar, heredando lo que mi hermana me dejaba y sin recibir el mimo que se le concedía a Clara. Nunca antes había dado tanta importancia al hecho de ser la mediana, y con el tiempo aquella extraña y desamparada situación se agravó.
A medida que fui creciendo, la tensión entre el respeto hacia mi padre y el deseo de seguir mi propia senda se volvió más evidente. Yo no quería la vida que él había escogido para mí y luché durante años por encontrar un equilibrio entre mi pasión por la arqueología y sus expectativas. Mi esfuerzo por seguir mis propios intereses fue visto como rebeldía, y su rechazo me llevó a adoptar un carácter fuerte y desafiante, atreviéndome incluso a cuestionar sus decisiones.
Él siempre había imaginado que seguiría sus pasos, que continuaría su legado y tomaría las riendas de la empresa familiar, una promotora inmobiliaria de hoteles de lujo afincada en Madrid, de la que nunca quise saber nada. Su mundo estaba lleno de cifras, acuerdos comerciales y decisiones empresariales. Pero mi corazón estaba en otro lugar, en las arenas del desierto y en los antiguos templos enterrados bajo siglos de historia.
—No hay futuro en cavar en la tierra buscando huesos y piedras. Necesitas una carrera real, algo que te garantice estabilidad y éxito —me recordaba con frecuencia.
Pero su voz grave y autoritaria dejó de causarme temor el día que me matriculé en la universidad. Había decidido seguir mi propio camino y luchar por mis sueños, y había trabajado por mi cuenta en mi época de estudiante para costearme la carrera. Su desaprobación fue tajante y dolorosa cuando me amenazó con desheredarme, tal y como había hecho con Mari Carmen cuando se quedó embarazada de su novio y la obligó a casarse para quedar bien ante la alta sociedad.
Fue una época difícil, marcada por la incertidumbre y la ausencia de mi padre. Dejó de hablarme durante meses, concretamente hasta el nacimiento de su primer nieto. Ese día, mi hermana mayor fue la encargada de mediar entre ambos, aunque los tres sabíamos que la relación nunca llegaría a ser la misma, cuando él puso la condición y juró que nunca formaría parte de mi decisión.
Pudimos corroborarlo el día en que me gradué. Por aquel entonces, mi padre había conseguido que Clara aceptara seguir sus pasos y trabajar para él. Sin embargo, tener a una de sus hijas a su lado no fue suficiente para don Félix Max, y el día de mi graduación no se presentó. Ni siquiera me felicitó por teléfono o por un mero mensaje. Aquella era su forma de hacerme ver que nunca aprobaría lo relacionado con mi carrera, de castigarme por no haber aceptado cumplir sus sueños a cambio de los míos.
Por suerte, la luz que brilló en mi infancia no se apagó por completo. Convertirme en arqueóloga suplió las sombras que me acompañaron en el camino que me trajo hasta aquí, y me permitió mantener viva la memoria de mi madre y honrar su legado. Con cada paso que daba, llevaba conmigo su recuerdo. Y, aunque sabía que el futuro era aún una página en blanco, en lo más profundo de mi ser sentía que ya estoy preparada… para escribir mi propia historia.
Capítulo 1
Julia Max
Desierto de Saqqara, Egipto
Llevábamos seis meses en Egipto en una excavación sufragada por el Gobierno de España. Era mi segunda expedición y la primera como arqueóloga jefa, con más de cien trabajadores a mi cargo.
No era habitual que alguien tan joven liderara una operación de tal relevancia, acababa de cumplir veintiocho años, pero lo había logrado gracias al esfuerzo y al duro trabajo que había dedicado tras acabar la carrera. Me había pasado la mayor parte del tiempo en Egipto y había aprendido de los mejores, esforzándome al máximo, trabajando codo con codo con ellos para adquirir el máximo conocimiento que me fuera posible. Las condiciones eran duras, el polvo y el calor eran intensos, pero la pasión por lo que hacíamos superaba cualquier incomodidad. Aquel era mi sueño, lo que había anhelado desde pequeña, y cada día en Saqqara era un regalo para mí.
Situada en la ribera occidental del Nilo, en la ciudad de Menfis, Saqqara ha intrigado a los arqueólogos durante cientos de años por ser la antigua necrópolis más importante y mágica de Egipto. Escondidas durante milenios, sus tumbas son las mejor conservadas de todas las halladas hasta ahora, aunque se sabe que solo se ha descubierto un treinta por cierto de los tesoros que alberga.
Nuestra misión allí era desenterrar parte de la historia que nos desvelara más información sobre la antigua civilización egipcia. Localizar la pirámide perdida era el mayor reto para un arqueólogo, pero nos quedaban solo tres meses para terminar la temporada de excavaciones y lo único que habíamos hallado habían sido fragmentos y estatuas funerarias, algunas de ellas en muy buen estado. Los trabajadores estaban exhaustos, muchos creían que aquello sería lo máximo que encontraríamos después de seis duros meses. Pero yo no pensaba rendirme. En mi interior sabía que algo importante me esperaba bajo toda aquella arena. Era una sensación, un pálpito que todo arqueólogo siente en cada expedición. Había que seguir adelante y, por suerte, Sergio me apoyó en mi decisión.
Él era mi asistente de campo. Nos conocimos en la universidad y nos hicimos amigos en el primer mes de carrera. Su simpatía me cautivó, y aún más su pasión por la arqueología y la historia, que ambos compartíamos. Era extremadamente meticuloso, su dedicación era plena, y no dudé en proponerle que formara parte de mi equipo cuando me ofrecieron la expedición en Saqqara.
—¿Cómo estás hoy? —me preguntó una mañana, de camino al campamento.
Aquel día, nada más despertarme, supe que algo grande pasaría, y quise compartirlo con él.
—Presiento algo, Sergio. No sabría explicarlo, pero tengo la esperanza de que hoy hallaremos algo.
—Conociéndote como te conozco, estoy seguro de que sucederá.
Le sonreí agradeciendo su confianza una vez más. Era mi mejor amigo, mi confidente, y el único hombre al que hubiese amado, de no ser porque ninguno de los dos sentíamos atracción el uno por el otro. En mi caso porque mi dedicación a la arqueología suplantaba el interés por las relaciones amorosas, y en el suyo porque su corazón siempre andaba ocupado, bien con alguna mujer o con algún hombre del que se hubiese prendado, dada su facilidad para enamorarse. Con David, su último novio, parecía haber encontrado el equilibrio perfecto, era un chico de Cantabria con el que mantenía una relación a distancia, que le permitía ausentarse para las expediciones sin causar ningún tipo de drama.
—Créeme, estoy deseando cogerme una buena cogorza con esa botella que llevas guardando tanto tiempo —le recordé.
Durante la carrera, Sergio compró una botella de champán y nos hicimos la promesa de abrirla cuando descubriéramos algo importante juntos, con la condición de bebernos hasta la última gota.
—Eso está hecho, jefa —bromeó, guiñándome un ojo.
No era champán, sino café lo que había en mi taza al cabo de dos horas. Estábamos en el campamento registrando y documentando una cerámica que habíamos desenterrado, cuando uno de mis hombres avisó de que había encontrado algo. Corrí hacia allí con el corazón en un puño. La pala había golpeado contra una roca y, una vez descubierta, comprobamos que junto a ella había varias más perfectamente colocadas.
—Es la entrada de un pozo —confirmé tras examinar el hueco que había, una vez retirada la primera piedra.
Lo que para algunos era solo un agujero en la tierra, para mí era una ventana abierta a miles de años atrás. Un pozo era la entrada a una tumba funeraria y aquella parecía estar intacta. Los pozos saqueados solían estar llenos de arena por el paso del tiempo y las tormentas del desierto, pero en aquel solo había enormes rocas sellando la entrada. Miré a Sergio y vi que estaba tan emocionado como yo. Los arqueólogos no cavamos para encontrar tumbas, lo hacemos para descubrir la historia y reescribirla. Ambos lo sabíamos, conocíamos la importancia que podría tener aquel hallazgo, y me apresuré en dar las directrices a los hombres.
En poco tiempo la grúa ya estaba montada y colocada junto al pozo. Sergio era mi excavador principal y el primero en examinar la zona para comprobar que fuera segura. Mientras bajaba subido en la cesta con la cámara para documentarlo todo, decenas de sensaciones me asaltaron. El nerviosismo y la esperanza eran dos de ellas.
Al cabo de unas horas teníamos la confirmación de que se trataba de una cámara funeraria, localizada a catorce metros de profundidad. Tras retirar las piedras que sellaban la entrada y asegurar la zona en diversas inmersiones, había llegado el momento de descubrir qué albergaba.
El mundo de los muertos es un mundo sagrado, lleno de secretos ocultos, y al adentrarte en él el entusiasmo te posee. Yo apenas lograba contenerme al ver lo que tenía ante mí. Las linternas alumbraban el área. La cámara funeraria estaba intacta, y en su interior hallamos un sarcófago de piedra y diferentes estatuas alrededor, que solían usarse para honrar al difunto. Mi respiración contra la mascarilla resonaba en mi cerebro como un redoble de tambores. Éramos los primeros en descubrirla tras miles de años oculta al mundo. Estábamos ante miles de años de historia, y yo ante el mayor hallazgo de mi carrera.
«Ojalá estuvieras aquí para verlo, mamá», le hablé en mis pensamientos.
Deseaba gritar, chillar a los cuatro vientos todo lo que sentía, pero no podía por respeto a aquel lugar sagrado.
—No hay ninguna inscripción o jeroglífico que nos ayude a saber quién era —aseguró Sergio con pesar, mientras examinábamos el sarcófago con sumo cuidado, cuando los restauradores se habían llevado las estatuas.
Pero yo no pensaba rendirme. Tal vez las respuestas a nuestras preguntas estaban en el interior, y ordené que lo abrieran.
Tres hombres colocaron sus palancas para mover la enorme piedra que tapaba el sarcófago.
—Vale —los detuve cuando la abertura era suficiente para poder asomarme.
La belleza de la arqueología es sorprenderte con cada hallazgo. En ese momento, todo cuanto te rodea carece de sentido. Yo había vivido ese momento mágico y abrumador junto a grandes maestros. Pero nada podía compararse a lo que sentí al ver aquel cuerpo perfectamente momificado. El respeto por la historia te provoca un silencio abrumador repleto de miles de sensaciones indescriptibles, únicos, e incluso mágicos.
Examiné de forma minuciosa todo lo que había junto al cuerpo. Debía ser alguien importante a juzgar por el cabecero y el bastón cubierto de oro que tenía en su lado derecho. Sin embargo, lo que aceleró mis latidos fue el objeto cilíndrico que presumí ver a la izquierda de su cadera.
—Abridlo, abridlo —ordené con premura.
—¿Qué has visto? —me preguntó Sergio inquieto.
—Si es lo que creo que es —respondí—, ve preparando la botella, porque me temo que vas a tener que descorcharla.
—¡No jodas! —celebró con los ojos abiertos de par en par—. Perdón —rectificó acto seguido, al caer en la cuenta de que estábamos en un lugar sagrado.
Cuando por fin logramos abrir el sarcófago y pudimos verlo con mayor claridad, supe que mi gran sueño se había hecho realidad.
—Dios mío, es un papiro —susurré con lágrimas en los ojos.
Un papiro completo es más valioso que el oro porque contiene conocimientos perdidos, y aquel estaba envuelto en lino y parecía intacto.
—Ya lo creo que vamos a descorchar esa botella. ¡Y las que hagan falta! —celebró.
Pese al escaso espacio que teníamos, nos abrazamos y lloramos al mismo tiempo.
—Julia, esto puede contener secretos de la civilización del antiguo Egipto —comentó, mientras se enjugaba con el interior de su camisa vaquera.
Él siempre había sido más emocional que yo, pero en aquel momento ambos teníamos motivos más que suficientes para serlo.
—Lo hemos conseguido, Sergio. Lo hemos conseguido —repetí dejándome llevar por lo que estábamos sintiendo.
«Lo conseguí, mamá», añadí en mis pensamientos.
Al salir a la superficie y asegurar la emersión segura del papiro, todo el mundo comenzó a felicitarme. El ambiente era de júbilo y los trabajadores lo celebraron conmigo.
—El nombre de un papiro suele ser el de su descubridor, así que ya sabes cómo debes llamarlo —me recordó Sergio.
Estaba tan entusiasmada que ni siquiera había caído en ese detalle.
—Es verdad —reconocí.
—¡Señoras y señores, estamos ante el papiro Max! —anunció voz en grito, provocando aplausos y vítores unánimes de todos.
Joder… ¡Había hecho historia!
Una vez asegurado y protegido, lo trasladamos al Museo de El Cairo. En el laboratorio de restauración de papiros debían esterilizarlo, un proceso que le llevaría al menos tres semanas.
Pasado ese tiempo, los restauradores nos avisaron. Iban a abrir el papiro y solo entonces conoceríamos realmente su valor y contenido. Recuerdo que ese día me sentí muy muy nerviosa. Era el momento más importante de mi carrera, puede que incluso de mi vida, y por suerte Sergio estaba allí conmigo para cogerme de la mano y darme su apoyo. Los científicos lo confirmaron. El papiro medía doce metros de largo, el segundo más extenso jamás hallado y mejor preservado sobre «El libro de los muertos» encontrado en Saqqara.
—Debo felicitarla, señorita Max —manifestó el cargo que el Ministerio de Cultura y Deporte de España había enviado en su representación—. Lo que usted ha logrado es un hito para nuestro país.
—Le recuerdo que, dada la importancia del papiro, debe quedarse en Egipto —intervino uno de los hombres del Gobierno egipcio.
—Cierto. Pero este hallazgo es español y pasará a la historia como tal —argumentó—. Por cierto, señorita Max —añadió dirigiéndose a mí—, ¿ha decidido ya cómo llamarlo?
—Así es, señor. Será el papiro Marín.
El único en no mostrar asombro fue Sergio, pues a él ya le había comunicado mi decisión.
—¿Puedo preguntarle a qué se debe? —insistió el hombre del ministerio.
—Por supuesto. Es el apellido de mi madre.
—Un gran detalle por su parte —reconoció—. Perfecto. Ahora, si son tan amables, acompáñenme fuera para la rueda de prensa.
Pese a que sabía que la noticia daría la vuelta al mundo, era la primera vez que iba a hablar ante los medios de comunicación y no pude evitar sentirme nerviosa. Los flashes de las cámaras parpadeaban sin cesar. Tenía ante mí más micrófonos de los que podía contar y a decenas de periodistas de los medios internacionales más importantes del planeta. A todos ellos, tras la previa presentación del enviado por el Gobierno, les expliqué en español e inglés cómo había sido la expedición.
—Doctora Max, ¿puede decirnos más sobre el papiro? —preguntó una periodista del New York Times.
—Es el segundo más extenso hallado hasta la fecha, tras el Waziri[1]. Tiene doce metros de largo y contiene 99 capítulos sobre «El libro de los muertos».
Otro periodista, esta vez de The Guardian, levantó la mano.
—Doctora Max, ¿qué tipo de información espera obtener de este papiro?
—Aún es pronto para presentar la totalidad de su contenido, pero creemos que nos proporcionará una visión profunda de las prácticas funerarias y las creencias religiosas de la dinastía XVIII —respondí—. Esperamos que arroje luz sobre aspectos desconocidos de la vida diaria y la estructura social de ese período.
—¿Cree que su hallazgo podría revolucionar lo que sabemos de la antigua creencia de nuestra cultura? —quiso saber un corresponsal de la televisión egipcia.
—Así es. Este descubrimiento es un testimonio más de los hallazgos sobre la historia de Egipto, y no habría podido llevarse a cabo sin el increíble trabajo en equipo y la dedicación de todos los involucrados en esta expedición —aseguré.
La siguiente pregunta vino de una periodista española de un periódico español.
—Doctora Max, ¿puede explicarnos por qué ha decidido que este descubrimiento sea conocido como el «Papiro Marín»?
Sentí un nudo en la garganta al escuchar la pregunta.
—Es un tributo a mi madre. Se llamaba Encarnita Marín. Ella me inculcó su pasión por la arqueología y quien me ha guiado hasta aquí. Gracias a todos —concluí.
Apenas podía hablar, y me marché para que no me recordasen como la arqueóloga llorona que había hecho un gran descubrimiento.
***
Al cabo de dos meses, cuando la expedición terminó, nos tocaba regresar a España. Ese mismo día la ministra había organizado un encuentro en reconocimiento por el hallazgo, y me esperaban horas interminables de protocolo y entrevistas con la prensa. Era la parte que más detestaba de mi trabajo. Pero volver también significaba reencontrarme con mi familia.
Echaba de menos a mis hermanas y a mis revoltosos sobrinos y me moría por verlos, aunque fuese rodeados de periodistas. Ellas ya me habían felicitado por lo que habíamos logrado en Saqqara, se lo conté el mismo día en que encontramos el papiro, y me confirmaron que estarían allí para acompañarme en un acto tan importante para mí.
De mi padre, en cambio, no había recibido una sola llamada o mensaje. Llevaba nueve meses sin saber nada de él, y la única información que me llegaba era a través de mis hermanas. Habían pasado siete años desde su juramento. Mientras estuviera de expedición, para él sería como si no existiera, y lo había cumplido a rajatabla. Sin embargo, ya no se trataba solo de mi trabajo, sino de mí, de mis logros, y a pesar de que Clara me había asegurado que no vendría, una parte de mí guardaba la esperanza de que lo hiciera.
Fui una completa necia al pensarlo.
[1] Papiro Waziri: papiro encontrado en Saqqara por el doctor Waziri en 2022, con 16 metros de largo y 113 capítulos.