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EL DUQUE DUMONT

«Un amor de juventud puede marcar para siempre».

Laura amaba en secreto a Maurice, hijo del duque Dumont de Bélgica.

El divorcio de sus padres y un desgarrador hallazgo la obligó a trasladarse a España en plena adolescencia.

Nueve años después, una llamada hará que Laura regrese a Bélgica.

Maurice Dumont es ahora el nuevo duque y dueño de un castillo. Su vida ya no es la misma, y él ya no es el chico divertido que fue en el pasado.

Un hecho que lo cambiará todo, un regreso inesperado, un niño al que proteger y multitud de asuntos por resolver.








Lee el primer capítulo

Prólogo

Luz, bailes cómplices bajo las estrellas y cosas sencillas. Así era como yo imaginaba mi futuro.

Uno no decide dónde nacer, ni en qué familia hacerlo. Ni siquiera el momento en que llegamos al mundo es algo que esté a nuestro alcance o elección. El linaje, la raza o la estirpe con la que nacemos nos viene impuesta ya desde que nos formamos en el vientre de nuestra madre, y es esa casta la que, sin quererlo, nos marca el camino hacia nuestro destino. La mayoría lo acepta y sobrevive con ello. Otros, en cambio, reniegan del papel que les ha tocado vivir, y solo sueñan con saltar al otro lado, llegar a lo más alto y formar parte de esa progenie especial, obligándose a convertir su propia vida en una constante lucha por dar ese gran salto.

Mi padre, el gran Philippe Lambert, era uno de ellos.

Philippe, un estirado y severo belga, era dueño de Sastrería Lambert, un modesto negocio en pleno corazón de Bruselas que, con el tiempo, él acabó convirtiendo en un referente del sector. Gracias a su perfeccionismo, plena dedicación y exclusividad, mi padre atrajo a los clientes más exigentes y con mayor poder adquisitivo de toda Bélgica. Codearse con la alta sociedad y con las personas más influyentes del país era algo a lo que siempre aspiró, le hacía creer que él y nuestra familia también pertenecíamos a su misma clase.

Mi madre, en cambio, nunca estuvo de acuerdo.

Ella, Esther de Haro, una impetuosa y enamoradiza española de clase media, había dejado su país y todo cuanto conocía esperando vivir un apasionado romance junto a mi padre. Con el paso de los años, aquel amor idealizado mostró su verdadera realidad, truncando así los sueños de mi madre y su deseo de llevar una vida sencilla. El hombre al que amaba vivía por y para la sastrería. Sus ausencias en casa aumentaban conforme lo hacía su fama. La vorágine de constantes reproches lo hacía con ellas. Y la unión que en el pasado había existido entre ambos comenzó a desquebrajarse.

En medio de aquella tormentosa batalla estaba yo.

Resulta curioso que lo primero que se haga con nosotros al nacer sea buscarnos un parecido con alguien de nuestra familia. La nariz, la forma de la cara, la boca… Cualquier detalle es válido para crear ese vínculo que nos una a nuestros antecesores. Si ya la estirpe nos clasifica de manera general en la sociedad, el parecido lo hace de manera más particular en nuestro entorno. Es una necesidad innata en el ser humano, como si catalogarnos y encasillarnos desde pequeños facilitara nuestra propia tranquilidad.

Yo había heredado genes de mis progenitores. La frescura y naturalidad de mi madre. La fortaleza de mi padre. El pelo castaño de ella. Los ojos pardos de él. La piel bronceada de ella. Los labios de él. El temperamento de ella. La dedicación de él. Los sueños de ella. También los de él.

Así fue como acabé estudiando en uno de los colegios más elitistas de la capital, y relacionándome con los hijos de la gente más importante e influyente de Bruselas, la mayoría clientes de la sastrería. Era parte del grupo, eran mis amigos, y yo me sentía cómoda con ellos. Pero también con mi familia materna, gente llana a la que adoraba y a la que íbamos a visitar cada verano y cada Navidad a España.

Era mi vida, me había acostumbrado a ella y era cuanto quería. Todo iba bien. Había crecido entre dos mundos distintos, entre sueños muy dispares entre sí. Y no me cuestioné cuáles eran realmente los míos hasta aquel final de verano en que todo cambió.

Yo soñaba con cosas sencillas y bailes cómplices bajo las estrellas…

 

 

 

 

Capítulo 1

Aquella mañana mi madre había ido a entregar un pedido de su última colección a una clienta. Ella hacía bisutería de alta calidad, que repartía personalmente a tiendas de su plena confianza. Esta, en cuestión, estaba en la otra punta de la ciudad, y yo me quedé con mi padre en la sastrería.

—Puedes pintar, pero ten mucho cuidado —recalcó por enésima vez tras dejar mi maletín sobre la mesa que tenía a un lado de la tienda.

Allí los clientes no solían entrar, pero era un lugar medianamente visible en el que él podía controlarme. En el taller estaban las máquinas, a las que tenía, de modo tajante, prohibido acercarme sin su supervisión. El perfeccionismo de mi padre era desesperante a veces, pero yo estaba acostumbrada y no me importaba quedarme en aquel rincón, que más bien parecía un viejo vestidor. Lo que él no sabía era que yo detestaba todo lo relacionado con agujas o alfileres. De pequeña me habían diagnosticado alergia al polvo, y las numerosas visitas al hospital para pincharme crearon en mí una aversión a toda punta metálica. En aquella zona me sentía mucho más segura y podía dar rienda suelta a mi imaginación. Mi abuela materna me había regalado un estuche de pinturas ese verano y no podía separarme de él.

Yo sentía adoración por mi abuela. En su entorno todo el mundo la llamaba Toñi. Para mí era mi abuela Antonia, me era más fácil pronunciarlo y me parecía un nombre más apropiado para ella, dándole la importancia que se merecía. Siempre se las ingeniaba para sacar tiempo de donde fuera para jugar conmigo y con mi prima Diana. La abuela se desvivía cada vez que la visitaba, y me traía a Bélgica un grato recuerdo y algún regalo que otro. Ese año, y en contra de la opinión de mi padre, me sorprendió con un maletín de pinturas. Ella conocía lo mucho que me gustaba dibujar, aunque nunca me dejó claro si lo hizo solo por mí o también por fastidiar a mi padre.

No hay nada que le haga más feliz a un niño que estrenar un juguete nuevo. Yo hacía dos días que había recibido el regalo de mi abuela, los mismos que habían pasado desde que regresáramos de España. No podía separarme de él, y mi padre no tuvo más remedio que claudicar al tener que quedarme con él en la sastrería.

—Laura, dime que lo has entendido o te lo repito de nuevo.

—Que sí, papá. Llevaré cuidado, te lo prometo.

Apenas tenía diez años, pero sabía perfectamente que debía ser extremadamente cuidadosa con sus cosas.

Pese a mi respuesta, él no parecía muy convencido, y se dispuso a coger el maniquí que portaba su mayor obra para alejarlo de mí. Aquel traje llevaba allí desde que abriera las puertas de la sastrería. Fue su primer trabajo, que expuso en el escaparate durante años y que lo catapultó a la fama, al atraer a los clientes más selectos. Apenas había recorrido un paso con él cargándolo, cuando la campanilla de la puerta de entrada sonó. Él me miró de reojo, dudó durante un instante, y finalmente lo dejó en el mismo lugar que estaba para ir a atender a quien quiera que hubiese entrado en la tienda.

Las voces no tardaron en llegar hasta mí, aunque yo me centré en abrir mi libreta de dibujo y mi nuevo estuche de pinturas para ponerme manos a la obra.

Creo recordar que apenas tardé un segundo en abstraerme de cuanto hubiera a mi alrededor para centrarme en lo único que me importaba. Tal vez sea algo innato a la edad y cuando somos niños nada que no sea un estruendo o un grito de nuestros padres nos sorprenda y nos abstraiga de lo que hacemos. Elche, la ciudad natal de mi madre, estaba llena de palmeras, y yo me moría por plasmarlas en mi nueva libreta.

Dibujando la mitad superior del tronco de la primera palmera, escuché que alguien pronunciaba mi nombre.

—¿Tú eres Laura? —repitió.

Era un chico de más o menos mi edad, de pelo castaño claro y ojos marrones. No tenía la menor idea de quién era, pero a juzgar por cómo iba vestido y por el trato de favor que le había dado mi padre, dejándolo pasar y diciéndole cómo me llamaba, estaba claro que era hijo de alguien importante.

—¿Quién lo pregunta? —cuestioné con curiosidad.

—Soy Mau. ¿Qué haces? —demandó acercándose hasta mí.

Su nombre logró sorprenderme, aunque no tanto como su descaro.

—¿«Mau»? —pregunté para ganar algo de tiempo e intentar averiguar qué intención tenía en lo que yo hiciera o dejase de hacer.

—Maurice —aclaró—. Pero me gusta más Mau —añadió con una sonrisa que me hizo saber que podía confiar en él.

Apenas hacía unos segundos que lo había visto por primera vez y no veía adecuado decirle mi opinión, pero prefería Maurice antes que el diminutivo, que me recordaba al maullido de un gato.

—¿Qué árbol estás dibujando? —insistió, con la mirada puesta en los primeros trazos.

Me sorprendió ver la frescura con la que hablaba y lo cómoda que me hacía sentir. Los hijos de los clientes de mi padre solían ser unos estirados, como los alumnos de mi colegio, que solo con el paso del tiempo y si te conocían lo suficiente, se mostraban así de cercanos como lo estaba siendo él.

—Es una palmera, como las de la ciudad de mi madre y mi abuela.

—¿De dónde son?

—De Elche, una ciudad de España.

—¿Eres española? —demandó con sorpresa.

—Ellas sí. Yo soy belga. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí?

—He venido con mi padre. Acabo de llegar de Londres. Ha visto lo que he crecido este año y… ya sabes —señaló alzando los hombros.

Sabía a qué se refería. Los chicos como él estaban obligados a llevar trajes a cada acto que acudieran.

—¿Qué hacías en Londres? —curioseé.

—He estado en un internado.

Debió verme la expresión de la cara, porque se echó a reír y no tardó en apresurarse a darme explicaciones.

—No son tan duros como la gente cree —aclaró curvando de nuevo sus labios.

¡Tenía una sonrisa preciosa!

—¿Te obligaron a ir? —curioseé.

—La verdad es que lo pedí yo.

«Ahora sí que no entiendo nada», pensé.

—Quería aprender el idioma. Además, allí tengo a buenos colegas.

Charlar con él fue algo sencillo, espontáneo. Era como si nos conociésemos de toda la vida, como si entre esos colegas de los que él había hablado hubiese estado yo desde siempre. Maurice era ingenioso, divertido y mucho más natural que los chicos del colegio con los que estaba acostumbrada a tratar. Había algo distinto en él. Tal vez se debía al tiempo que había estado fuera de Bélgica, pese a tener entendido que en Inglaterra eran mucho más estrictos que aquí. Seguimos conversando, y aquella duda se disipó al instante, como una brisa de viento de otoño levanta una hoja ocre del suelo y la traslada hasta cierta distancia. Hablar con él era como montar en bicicleta después de mucho tiempo, cuando temes que al principio no puedas mantener el equilibrio, pero después te sorprendes pedaleando con total naturalidad.

—Maurice, ven que Philippe te tome medidas.

Fue su padre desde la tienda.

—Ahora vuelvo. No te vayas, que quiero ver cómo son las palmeras españolas —bromeó antes de marcharse.

Volví a desconectar de las voces y me centré en mi dibujo. En otro momento me hubiese tomado mi tiempo, pues en la sastrería el reloj siempre iba más lento de lo habitual. Aunque esa vez tenía un aliciente, debía darme prisa si quería terminar a tiempo para que él lo viera.

«¡Menuda mierda!».

—¡Ya estoy aquí! —anunció Maurice a su regreso, justo cuando yo acababa de descubrir que había hecho una auténtica chapuza.

«Las prisas no son buenas», me repetía mi abuela. Y qué razón tenía.

En un acto instintivo agarré la libreta y la escondí a mi espalda.

—He decidido hacer un cactus —se me ocurrió de pronto.

Era la peor excusa que podía darle, pero fue lo primero que me vino a la cabeza al ver lo decidido que se mostraba en ver mi desastroso dibujo.

—Los cactus no están mal —defendió él, avanzando más hasta mí.

Me levanté de la silla y comencé a rodear la mesa, huyendo de él. Yo para saber en qué dirección salir si decidía correr hacia mí. Él, supongo, que para saber cuándo alcanzarme.

Dimos dos vueltas alrededor de la mesa. Despacio. Vigilándonos. A paso lento. Hasta que su gesto me hizo creer que vendría a por mí por uno de los lados. Me hizo una finta en toda regla, y apenas le costó pillarme y arrancarme la libreta de las manos.

—¡Dámela! ¡Es mía! —grité intentando arrebatársela de las manos.

Era más alto que yo, tenía el brazo estirado hacia arriba, y por más que yo saltaba no lograba ni rozar con los dedos el canto del papel.

Alzó la mirada y, al ver el dibujo, rio a carcajadas.

—La verdad es que se parece más a un cactus que a una palmera —se mofó.

Noté cómo toda la sangre de mi cuerpo subía hasta mis mejillas.

—Es solo un boceto, idiota —defendí sin cejar en el empeño de quitarle la dichosa libreta—. ¡Dámela!

—A ver, no es hiperrealismo, eso está claro.

No sabía cómo se denominaban los distintos estilos de pintura, pero no hacía falta ser ningún genio para saber que se estaba divirtiendo a mi costa.

—¿Ahora eres crítico de arte? —farfullé en otro salto, muy a mi pesar en vano.

—Tampoco es surrealismo —prosiguió—. Según los expertos trazos…

—¿Quieres dejarlo ya? —gruñí harta de su mofa.

—…Y según los colores usados…

—Da-me la li-bre-ta —insistí en cada intento.

—¡Ya lo tengo! Se puede deducir que esta magnífica obra, con esas formas y esos pinchos, pertenece al estilo palmeriano.

—¿Y ese qué estilo de pintura es? —demandé con la respiración agitada de tanto salto.

—¿Cuál?

—El palmeriano.

—¡Me la agarras con la mano!

Maurice echó a correr y yo salí tras él. Lo peor de todo es que me había hecho gracia su broma y los dos nos tronchamos de risa alrededor de la mesa. La mala fortuna quiso que, en la carrera, golpeáramos el bote de pintura verde y acabase cayendo al suelo.

Dicen que los colores influyen en nuestra personalidad. Otros buscan relación entre ellos y nuestros anhelos o estados de ánimo. En la mayoría de teorías, el color verde se asocia a la esperanza.

Yo lo asocié al cataclismo. A la hecatombe. A la catástrofe.

Al ver lo que habíamos hecho, ambos nos detuvimos en seco. Me coloqué frente al bote y mi incliné para cogerlo. Maurice me miraba en silencio desde el otro lado de la mesa. Nuestros padres desde el extremo contrario. El estruendo había provocado que la pintura saliese disparada, estrellándose contra el traje que mi padre conservaba aún sobre el maniquí. Su mayor trabajo. Su joya.

Ni siquiera las disculpas de ambos sirvieron de algo. Tampoco que mi madre interviniese por mí ante mi padre a su regreso, ni durante el resto del fin de semana.

Philippe dejó de hablarme durante días.

Me castigó durante semanas.

Y me prohibió bajar a la sastrería durante lo que me quedara de vida.

Solo el comienzo del nuevo curso me devolvió la sonrisa. El hermano de Alice, una de mis mejores amigas, había regresado de Londres. Se llamaba Maurice, y, al igual que ella, era hijo del duque Dumont.

 

«Sanar siempre dependerá de ti, aunque la culpa no haya sido tuya».






García de Saura

Autora Novela Romántica





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