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REINA DE HALCONES

Halcusterra, Siglo XV


Durante siglos, los halcones fueron considerados animales sagrados del reino, hasta la llegada del rey Mengut. Este, tras usurpar la Corona, los desterró para evitar que desvelaran el gran secreto que el infame monarca escondía.

Teyra, princesa del reino vecino, recibe un día la visita de Mengut que, junto a su hijo, vienen para llevársela y convertirla en la futura esposa del príncipe, saldando así una antigua deuda.

El Guerrero Rojo, el hombre más leal a Su Majestad, tras conocer la osadía de Teyra con el arco, se ve obligado a preservar la seguridad del reino, temiendo que la princesa llegue para desestabilizarlo.

El libro de la leyenda recoge en sus escritos el nombre de Lúnam, la última Reina de halcones. Pero quien lo custodia está en un lugar muy lejano, y solo una persona puede traerla de vuelta.

Una deuda pendiente, un rey codicioso, un viaje en el tiempo, una mujer valiente, un guerrero osado, unos halcones que salvar y un reino que liberar.


«La grandeza no está en lo que vemos…, sino en la humildad de un alma y en la lealtad de un corazón».






IMÁGENES
MAPA REINO DE HALCONES
12/07/2023


Lee el primer capítulo

Prólogo

Lobusterra, Siglo XV

Su Alteza, la princesa Teyra, contemplaba las hermosas vistas de la capital desde el balcón de su alcoba, en el castillo de Lobusterra. Había heredado aquel hábito de su madre, la reina Sigmar, convertido ahora en un acervo lleno de recuerdos cargados de añoranza.

A menudo, la encontraba asomada en el balcón de sus propios aposentos, con la mirada perdida sobre la ciudad. Aún recordaba las veces que, de pequeña, llegaba corriendo y le pedía que la tomara en brazos para ver lo mismo que veía ella. Una vez lo hacía, Teyra se dejaba embaucar por la dulce voz de la reina, abrazada a su hombro, mientras aquella le narraba historias que conseguían atraparla de un modo mágico. Historias que escondían grandes consejos y que, casi siempre, tenían que ver con las aves, animales por los que la reina Sigmar sentía verdadera adoración. Su Alteza todavía atesoraba en la memoria algunas de ellas, sobre todo, la que vivió aquella tarde de verano.

El corazón de Teyra aún se encogía al recordarla. Con solo cerrar los ojos, podía incluso evocar la imagen de su madre ese día, con los rayos rojizos del ocaso bañando su bello rostro, mientras le detallaba una vez más los diferentes vuelos de cada una de las aves. Lo que para el resto pudiera carecer de importancia, la reina Sigmar lograba concedérsela equiparando sus capacidades y formas de vida con la de los humanos. Al igual que los hombres, las aves tenían su propia jerarquía en base a sus cualidades. Una simple gallina o un pollo común nunca podrían compararse a una paloma, como tampoco esta podría hacerlo con una gaviota, un halcón, y mucho menos un águila. El tamaño, la altura del vuelo, la velocidad del mismo, la fuerza de su pico o de sus garras era lo que las diferenciaba a unas de las otras. Las aves cazaban a sus presas avistándolas desde lo alto, sus ataques se producían siempre desde arriba, y la altura que alcanzaban era lo que mayormente las clasificaba en rango. En esa pirámide de poder, eran las águilas las que predominaban. Ellas eran las que alcanzaban las mayores alturas, reinando así durante siglos en el escalafón. Tan solo un ave era capaz de romper esa norma, siendo mucho más rápido y pudiendo volar incluso más alto que ellas. El Halcón Dorado. Se trataba de un halcón legendario, único en su especie, extremadamente inteligente y rápido, al que muy pocos habían logrado ver.

—¿Y si nos atacan, mamá? —le preguntó Teyra, con apenas cinco años.

Escuchar a la reina hablar del inmenso poder de las aves le hacía replantearse si estarían seguros en el castillo.

—Estad tranquila, mi pequeña. Las aves no atacan a los humanos.

—¿Las águilas tampoco?

—No, cariño —aseguró Sigmar.

La reina, al ver el gesto contrariado de la niña, quiso explicarle que no había motivo alguno para desconfiar de ellas.

—Teyra, no os cuento todo esto para que las temáis, sino para que aprendáis lo importante que es volar como ellas y…

—Mamá, no tengo alas, ¿cómo queréis que lo haga? —la interrumpió sorprendida porque su madre no se hubiese dado cuenta de ese detalle.

—Lo haréis cuando llegue el momento —aseguró con templanza.

—¿Me van a salir alas? —cuestionó Teyra, volviéndose para intentar mirarse la espalda.

—Espero que no —respondió Su Majestad entre carcajadas.

Pero al ver el gesto contrariado que su risa había provocado en la princesa, decidió intervenir de nuevo.

—Teyra —susurró sujetando su suave rostro para que la mirase a los ojos—, vuestras alas no estarán en vuestro dorso, sino aquí —aclaró señalando la cabeza de la princesa—, y aquí —añadió posando su mano sobre el pequeño corazón de su hija—. Puede que aún seáis demasiado joven para comprenderlo, mas confío en que lo lograréis cuando llegue el momento. Entonces las reconoceréis y sabréis de qué os hablo. Vuestras alas, Alteza, no estarán hechas de plumas, sino de valentía. Aferraos a ellas y usadlas para afrontar el gran destino que os aguarda. Y recordad esto siempre: volad tan alto como un águila, y sed tan rápida y lista como un halcón.

—¡Eso puedo hacerlo! —celebró la niña—. Ya bajo las escaleras de la torre casi tan rápida como Teurón —aseguró satisfecha de no haber acabado rodando como la última vez que su hermano la retó a ver quién llegaba antes al salón del rey.

A su corta edad, aquella respuesta de la pequeña ya albergaba su valentía.

—No imagináis lo orgullosa que estoy de vos —la elogió regalándole un beso en la mejilla.

Teyra cerró los ojos para recibir aquel cariñoso gesto de su madre, cuando aquella la sobresaltó de nuevo.

—¡Mirad, un halcón! —advirtió Sigmar con entusiasmo y sorpresa al mismo tiempo.

Los halcones raramente se dejaban ver, y menos aún en Reino de Lobos.

Cuando Su Alteza abrió de nuevo los ojos, desvió la mirada hacia el lugar donde señalaba el dedo de la reina.

—Yo no veo nada —advirtió Teyra, cegándose por un instante por la luz del sol.

—Allí —reiteró Sigmar señalando sobre este en el cielo.

La princesa cubrió con la palma de la mano el astro rey, aunque ni siquiera con aquel gesto logró avistarlo. Su paciencia era tan escasa como la de cualquier otro niño a su edad, y pronto se contrarió por no poder verlo.

Al instante, el halcón modificó su vuelo y, ya contrario al sol, se dejó ver con mayor claridad.

—¡Por lo más sagrado, es el Halcón Dorado! —celebró la reina sin ocultar su emoción—. Fijaos bien, Alteza, porque es demasiado rápido y listo para dejarse ver —añadió indicándole el nuevo lugar donde ahora se encontraba.

—¡Lo veo! —gritó con júbilo.

Mientras el ave danzaba su particular vuelo a una escasa distancia sin precedentes, el corazón de la reina palpitó con fuerza bajo su pecho. Conocía la multitud de mitos que existían en torno a él, muy pocos habían logrado verlo, y aún menos con aquella precisión y resplandor como él les brindaba.

—El Halcón Dorado —susurró conmovida al oído de su pequeña— es el ave más poderosa y mágica de cuantas existen. Solo él elige a las personas que pueden verlo, y no al revés. Muy pocos tienen el privilegio que vos y yo tenemos hoy, Alteza. Su leyenda es conocida dentro y fuera del continente —prosiguió—, y dicen que sus poderes son tan inmensos que ni siquiera el hombre ha llegado a saber cuáles son.

Teyra la escuchaba con asombro, hipnotizada por el majestuoso vuelo del Halcón y el embrujo de sus plumas doradas y rojizas, que relucían de un modo extraordinario con los últimos rayos del sol. Era lo más hermoso que había visto jamás y, pese a su corta edad, supo desde ese instante que quería ser como él. La reina le había contado miles de historias acerca de las aves, le había aconsejado ser tan rápida y lista como un halcón en numerosas ocasiones, tal y como lo hizo aquella tarde, pero nunca imaginó que desearía con tanta fuerza también moverse con su misma galantería, o que aprendería lo representativo que acabaría siendo el rojo para ella, color que lograba destacar aún más su cabello rubio, tal y como el bermellón intensificaba el tono dorado de las plumas del Halcón.

Su Alteza recordó aquel momento en el balcón de su alcoba con nostalgia. Cada instante, cada frase y cada gesto de su madre seguían vivos en ella, recuerdos cargados de añoranza, tales como los consejos o la veneración que aquella supo inculcarle. Teyra también sentía verdadera adoración hacia las aves, y colibríes, gaviotas o palomas solían posarse sobre los muros de piedra de su balcón a menudo desde entonces.

Nunca más volvió a ver a ningún otro halcón, y aún menos al Halcón Dorado, pero aquella tarde acabaría marcándola para siempre. Quería pensar que había logrado llevar a cabo muchos de los consejos de la reina, y se sentía orgullosa de ello, sobre todo ahora que Urkana había entrado en su vida.

Urkana se había casado con su hermano, el rey Teurón, unos meses atrás. Kirba, la anciana hechicera de Reino de Lobos y una figura materna imprescindible para ella desde que falleciera la reina Sigmar, la mandó ir al Roble Fresnal aquel día. Teyra en aquel momento no supo cuál sería su cometido, aunque no tardó en averiguarlo cuando halló a Urkana frente a tres enormes lobos.

Los lobos en el país eran considerados animales sagrados, ningún hombre podía herirlos o acabar con su vida. Es por eso que existía una ley magna que los protegía y que impedía visitar las altas montañas donde ellos habitaban. Tan solo, tras la llegada de Urkana al reino, ella y el rey, junto con la princesa Yram, la hija de ambos, habían podido subir hasta allí. Ellos eran respetados por los lobos, como también lo era Leno, un híbrido de lobo y perro que el rey Teurón adoptó desde que fuera un cachorro.

Teyra había visto cómo Urkana se había ganado el respeto del rey, y también el de las gentes del reino. Un año atrás, semanas antes de su boda, el sur le declaró la guerra al norte con la intención de destronar a Teurón y abolir la ley magna de los lobos. Fue precisamente Urkana quien, con la ayuda de estos y su capacidad para dominarlos, lograron ganar en la batalla y conseguir la paz en el reino.

El vello de Teyra aún se erizaba al recordar aquel día. El rey había acogido a las gentes de la capital en el castillo de Lobusterra días antes de la contienda, y aquella mañana ella, junto a las doncellas, Gara, Benar y Jucal, se encargaron de ayudar tras los muros. Fuera de ellos, el norte, con el apoyo de los lobos, vencieron al sur en una encarnizada batalla. El conflicto parecía terminado cuando, al bajar al segundo piso del castillo, por la aspillera de la torre, la princesa vio cómo Kenos, uno de los señores del sur, concretamente de la ciudad de Pretor, amenazaba con matar a su hermano Teurón. Había aprendido a disparar con el arco y, con la intención de protegerlo, le pidió a Gara que la ayudara. Cuando esta le trajo su arco, Kenos ya alzaba su espada dispuesto a acabar con el rey. Fue entonces cuando Teyra lo mató de un disparo certero, clavándole una flecha en el ojo.

Su Alteza siempre había vivido a la sombra del rey. Ella tan solo era una princesa. Pero el día en que salvó la vida de su hermano marcó un nuevo comienzo para ella. Su destreza con el arco se convirtió en su mayor virtud, y desde entonces no dejó de practicar para convertirse en la mejor arquera del reino.

Adquirir conocimientos mediante la lectura fue otro de sus grandes retos. Las mujeres no podían acceder a ella por estarles vetado tal privilegio, pero gracias a Urkana, que a escondidas les enseñó a leer y escribir a ella y a sus doncellas de confianza, Teyra pudo descubrir un nuevo mundo a través de los libros.

Su Alteza miró al horizonte sintiéndose orgullosa de cada uno de sus logros. De un modo casi mágico, las palabras de su madre, la reina Sigmar, regresaron a ella con más fuerza que nunca. «Volad tan alto como las águilas, y sed tan rápida y lista como un halcón». Ahora, por primera vez desde que las escuchara, sentía que por fin cumplía su consejo.

En el último año, su vida había cambiado por completo. Ya no era aquella inocente joven, cuya única función era pasear a caballo por los alrededores del castillo y ver pasar el tiempo junto a la familia que había formado su hermano. Aquello ya no era suficiente tras lo aprendido. Ella ansiaba mucho más. En lo más profundo de su ser, Teyra sabía que su destino estaba fuera de aquellos muros. Aún desconocía a dónde la llevaría, pero estaba segura de que, fuera como fuese, lo haría con entereza… y acompañada de su inseparable y querido arco.






García de Saura

Autora Novela Romántica





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