Prólogo
Cuatro años antes…
—Una vez más, les repito que no podemos hacer nada —sentenció el abogado de mis padres.
El hombre llevaba meses con su caso, estudiando las escasas posibilidades que tenían para poder impugnar la sentencia que el juez había resuelto a favor de la empresa que los había estafado, y aquella tarde nos citó en su despacho para darnos la fatídica noticia.
—No es posible —le rebatí sabiendo que mis padres no habían sido los únicos de Alcudia en ser estafados—. Tal vez haya pasado algo por alto, estoy segura de que debe haber alguna laguna o salida que nos permita llevarlos a juicio.
—Sus padres aceptaron la permuta, señorita Gadea.
La dichosa permuta. Ese era el cebo que la constructora del impresentable Uriarte utilizaba para engañar a la gente. Les entregaba por su vieja vivienda una pequeña cantidad en dinero en señal para engatusarlos, ofreciéndoles a cambio otra espectacular y a estrenar que construiría tras derruir el edificio. El adelanto solía ser una cuarta parte del valor del viejo inmueble, suficiente para costear el alquiler mientras durase la obra. Obra que nunca se llegaba a realizar y que, finalizado el plazo, la empresa se apropiaba de la propiedad del vendedor. Por eso estábamos allí, porque unos meses antes la policía nos había traído a casa una orden del juzgado en la que se nos comunicaba que la vivienda ya no nos pertenecía, y que debíamos abandonarla. Aquel documento nos echaba de nuestra propia casa, del que siempre fue nuestro hogar, y que tantos años de esfuerzo les supuso a mis padres pagar de forma religiosa al banco. Ahora que habían conseguido quitar la hipoteca, aquella orden nos dejaba en la calle y nos recordaba que su nuevo propietario no era otro que la empresa que dirigía el malnacido de Pablo Uriarte.
—Los cuatro sabemos que esa permuta no es legal —advertí incapaz de admitir que la justicia no pudiera ampararnos.
—El contrato lo dice bien claro: De no ejecutarse la obra al cabo de un año desde la firma —leyó en voz alta—, la constructora se hará cargo de todos los gastos del inmueble, al pasar a ella la propiedad del mismo. De igual modo…
—¿No se da cuenta de que esa frase crea confusión? —lo interrumpí furiosa.
—Lo sé, señorita Gadea. Y esa es precisamente la artimaña que utiliza esta empresa: confundir.
—Exacto. Confunden a la gente para engañarla y estafarla, y eso sí que es un delito. ¿O me equivoco?
—Como ya he dicho, una vez firmado, no queda alternativa alguna.
—¿Está seguro de que no se puede hacer nada? —volvió a preguntar mi madre compungida.
Mi padre, que se mostraba completamente desalentado, con los hombros caídos y la mirada más triste que había visto jamás, ya había dicho todo lo que pensaba nada más llegar al despacho del abogado, y optó por guardar silencio.
—Lo siento, Cristina, pero la ley es clara en este aspecto —le aclaró el abogado a mi madre—. La orden de desahucio es irrevocable y, lamentándolo mucho, deben abandonar el domicilio en cuatro días.
Apenas alargamos la reunión un poco más, ya todo estaba dicho, y resultaba inútil seguir perdiendo el tiempo entre aquellas cuatro paredes que rezumaban decepción. Todo cuanto habíamos propuesto el abogado nos lo había rebatido y tirado por tierra, asegurando que la firma de mis padres convertía en irrevocable la orden del juez. Para mí, en cambio, lo único irrevocable que me había quedado claro de todo aquello era el sentimiento de odio y aversión que se había enraizado en lo más profundo de mis entrañas hacia el verdadero y único culpable de la que ya era nuestra mayor desgracia.
A la salida del despacho del abogado, los tres nos mantuvimos en absoluto silencio hasta llegar a casa. Pude ver lo abatidos que estaban mis padres, nunca antes los había visto así, y aquello me desarmó.
—Iremos a otro abogado —propuse nada más entrar por la puerta. No podía verlos en aquel estado y estaba dispuesta a todo para no rendirme, para que ellos no se rindieran.
—Luana, déjalo —respondió mi padre, descalzándose para ponerse las zapatillas en la entrada.
—Papá, no puedo dejarlo, y vosotros tampoco deberíais.
—Ya has oído lo que ha dicho el abogado —recordó—. La culpa fue nuestra por firmar ese maldito contrato sin consultarlo antes con un experto.
—Esa gente se aprovecha de la inocencia y la ignorancia de las personas.
—Lo hecho, hecho está. No le des más vueltas —concluyó adentrándose hacia el salón.
—¿Vais a dejar que ese hijo de puta se salga con la suya? —mascullé siguiendo sus pasos—. ¡No es justo!
—¡Basta, Luana! —me gritó, volviéndose hacia mí, dejándonos a mi madre y a mí petrificadas. Mi padre no solía enfadarse nunca, era el hombre más calmado y cariñoso del mundo, y aquello nos pilló por sorpresa a ambas—. ¿Acaso crees que no lo sé? —inquirió sin ocultar que realmente la situación lo consumía por dentro—. Me duele tanto o más como a vosotras porque fui yo quien confió en el renombre de esa empresa. Creí que con el dinero y la vivienda que nos ofrecía os daría una mejor calidad de vida, así que el único responsable aquí soy yo.
—Eso no es cierto —rebatí, pese a saber que me arriesgaba a que se alterara aún más—. Ni por un segundo pienses eso, porque no es verdad. —Me conocía de sobra y sabía que era incapaz de callarme ante algo que creía injusto—. ¡Vosotros sois las víctimas de ese cabrón, no los responsables!
—Nunca me haces caso cuando te lo digo, siempre tienes que tener la última palabra —se quejó girándose para darme la espalda.
—Porque tengo razón, y lo sabes —defendí—. Papá, por favor, escúchame.
—¡No, escúchame tú! —se volvió de nuevo hacia mí—. Esa gente es muy poderosa, hemos firmado un contrato, nos han estafado. ¡Lo admito! Pero lo único que podemos hacer por ahora es acatar esa orden. Si algo creo que te hemos enseñado tu madre y yo en esta vida es a ser una persona honrada, así que haz el favor de empezar a aceptar la situación.
—¿Y a dónde iremos? —demandé al borde del llanto.
—Al pueblo, a la casa de los abuelos.
—¿A Albacete? ¡No estarás hablando en serio!
—Hija —intervino mi madre, que hasta ese momento se había mantenido al margen—, tu padre y yo ya lo hemos hablado. Con el dinero que nos dieron podemos arreglar la casa de los abuelos y vivir cómodamente.
En cierto modo entendía su postura, ambos estaban prejubilados y podían trasladarse para empezar desde cero, pero me negaba a aceptar la idea de marcharme de la isla.
—Si es por dinero, yo puedo vender el bajo —comenté, aun sabiendo lo que mi ofrecimiento suponía para mí—. Sé que aún me queda hipoteca por pagar, pero tal vez me den un buen precio por él y...
—Jamás permitiríamos que hicieras tal cosa —defendió mi padre molesto—. Esa tienda es tu sueño, por el que has luchado toda tu vida, y no vamos a consentir que la pierdas por un error que cometimos nosotros en su momento.
—¿Quieres decir que os vais sin mí?
—Es lo mejor para todos.
Sentí cómo las lágrimas me humedecían el rostro a su paso. Luana’s Home[1] era mi razón de existir, había puesto toda mi alma en ella, y mis padres siempre estuvieron de mi lado para que lograra abrirla. Los dos me ayudaron y avalaron para que me concedieran el crédito, y gracias a ellos pude hacerlo posible. Ahora, al rechazar mi oferta, volvían a demostrarme su inconmensurable generosidad, y me derrumbé al sentirme invadida por el inmenso amor que profesaban hacia mí. Pero también porque sabía que me dejarían sola en la isla.
—¿Qué voy a hacer sin vosotros? —balbuceé entre sollozos.
Al verme, mi padre me estrechó entre sus brazos, acogiéndome contra su pecho.
—Seguir hacia adelante con la cabeza bien alta, tal y como te enseñamos —me respondió, con aquella templanza que tanto lo caracterizaba.
Mi madre se unió a nosotros, y los tres nos fundimos en un abrazo que se convirtió en el más cálido y triste que había sentido jamás.
Esa misma mañana comenzamos a recoger todo. Y antes de que nos diéramos cuenta, el día que se cumplía el plazo llegó a nuestras vidas. En todo ese tiempo, mis padres me colmaron de consejos y de ánimos, pero nada de lo que me decían lograba arrancarme aquella dolorosa sensación de abandono que me mantuvo llorando hasta el momento de su marcha.
Fue una tarde de primavera, en la que me despedí de ellos en la puerta del edificio. No quisieron que los acompañara hasta la Estació Marítima de Palma, desde donde salía el ferry que los llevaría hasta el puerto de Valencia. De allí harían el resto del trayecto en coche hasta llegar a Alcalá del Júcar, el pueblo en el que mi padre había nacido, y el que se convertiría en el nuevo destino y lugar de residencia de ambos.
Aquella tarde me sentía rota y completamente destrozada, y mis amigos vinieron para acompañarme. Recuerdo a Leticia y a Toñy arropándome mientras veíamos el coche de mis padres alejarse calle arriba. Miguel Ángel, Diego y Fran se mantuvieron a nuestro lado, siendo testigos en silencio de cómo aquella imagen ponía fin a una etapa de mi vida.
En las siguientes semanas, la pandilla se volcó para ayudarme. Toñy y Miguel Ángel, que eran los únicos casados y con vivienda propia, me acogieron en su casa durante un tiempo. Poco después, y gracias a una clienta de Leticia, logramos dar con la propietaria de un pequeño estudio que había justo encima de mi tienda. Apenas tenía unos treinta metros cuadrados, pero me bastaba para ir tirando y permitirme ahorrar lo suficiente para traer a mis padres de vuelta.
Fueron los días más duros de mi vida. Todo mi mundo se había venido abajo en un abrir y cerrar de ojos, y seguir hacia adelante con la cabeza alta, tal y como mi padre me había aconsejado, no resultaba sencillo de cumplir. Siempre imaginé que me independizaría a una edad más avanzada, cuando tuviera una estabilidad económica y, por supuesto, por voluntad propia. Pero aquella maldita orden me obligó a hacerlo antes de tiempo, con tan solo veintidós años, robándome la libertad de poder elegir el modo y la forma de hacerlo. Había perdido mi hogar, me había quedado sola en la isla, lejos de mi familia, y solo podía culpar al único responsable de mi abandono, al hombre que más detestaba sobre la faz de la tierra, y cuyo nombre se había grabado a fuego en lo más profundo de mi odio hacia él: Uriarte.
Capítulo 1
URIARTE
Pulso el botón que me comunica de forma directa con mi secretaria y esta no responde. Es la novena que he tenido en apenas unas seis semanas y, por lo que veo, va a ser la siguiente en la larga lista que la precede.
Me levanto hecho una furia dispuesto a cargarme al de recursos humanos. Él es el único responsable de contratar a ineptas que no saben hacer bien el trabajo o que, como esta última, se escaquean de su puesto y nunca están cuando las necesito.
Al abrir la puerta del despacho me encuentro con Mateo.
—Ahora no —gruño molesto al sobrepasarlo, dispuesto a llegar a mi destino, al final del pasillo.
—Si vas a recursos por tu secretaria, no te molestes, ya la han despedido.
Me detengo en seco y me vuelvo hacia él.
—Odio que hagas eso —mascullo por lo vulnerable que me hace sentir cuando se esfuerza por demostrarme que me conoce.
—Me ofreciste este trabajo para quitarte responsabilidades, así que no te quejes —defiende—. Aunque no he venido para eso.
—¿Para tocarme los huevos, tal vez?
—No eres mi tipo —se mofa.
No sé qué me molesta más, si lo mucho que me conoce o su incansable buen humor.
—Al grano, que no tengo tiempo.
—Hay novedades —advierte.
No sé muy bien cómo interpretar esas dos palabras, él siempre parece feliz, incluso por ver pasar a una mosca. Aunque creo atisbar satisfacción en su expresión, y eso me anima a cederle el paso de vuelta hacia mi despacho. Puede que acabe alegrándome el día, después de todo.
—Espero que sean buenas —indico cuando toma asiento frente a mi mesa, y yo lo hago al otro lado, en mi sillón.
—Tal vez no sean las mejores, pero es un comienzo. La anciana del número diecisiete ha accedido a vender.
—¡Bien! —celebro pasándome ambas manos por el pelo al tiempo que dejo escapar un soplido. Es un alivio saber que estamos a punto de lograrlo.
—Aunque siento decirte que aún nos falta la última pieza del puzle.
El peso de mis hombros me obliga a bajar los brazos.
—La señora Gadea —gruño al recordar el apellido de la única responsable de que el proyecto lleve meses de retraso y de que pierda dinero cada día.
—Señorita —me corrige.
«Me imagino por qué sigue soltera, y ninguno de los posibles motivos es bueno».
—¿Has vuelto a hablar con ella? —indago.
—Lo he intentado todo y no hay modo de convencerla.
—Estoy seguro de que algo podremos hacer.
—Uriarte, lo he probado todo, créeme. Logré hablar con ella al principio, cuando quise exponerle nuestra propuesta, pero en cuanto supo que queríamos comprarle la tienda me colgó, ya lo sabes. Después se ha negado a atendernos, y ni siquiera responde a las llamadas. Supuse que había memorizado el número de teléfono y que por eso las rechazaba todas, así que la he llamado desde otros despachos, e incluso desde mi móvil, pero en cuanto escucha mi voz me cuelga en las narices. En las pocas ocasiones que me ha permitido hablar con ella, se ha negado en rotundo en vender, y ni siquiera está dispuesta a escuchar en qué consiste la propuesta, y mucho menos en concedernos una reunión.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea —reconoce arrugando el mentón—. Solo sé que tiene mal genio y que es terca como una mula. Esa mujer se niega a dar su brazo a torcer, y ni siquiera ha accedido a atenderme las veces que me he presentado en su tienda.
—Entonces has llegado a hablar con ella en persona.
—No, ni siquiera la he visto. Su empleada se ha encargado siempre de inventar excusas para darme largas.
—Encima tiene un perro guardián —farfullo.
—Yo no la llamaría así, es una chica joven, aunque sé lo que quieres decir y sí, tiene quien le cubra las espaldas.
—No podemos rendirnos —aseguro con entereza—. Hay que insistir.
—Pero, Uriarte, ya te he dicho que…
—No puedo echarlo todo por la borda por esa estúpida idiota —gruño al tiempo que me levanto para dirigirme hacia el centro del despacho.
Allí está la maqueta que representa mi gran sueño, por lo que llevo años luchando, y lo que me haría llegar hasta lo más alto en mi carrera. Contemplarla me recuerda lo importante que es para mí sacar adelante el proyecto. Ordené que me la colocaran justo en mitad de mi despacho precisamente para no olvidar cuál es mi meta y el verdadero motivo por el que me presento en las oficinas cada mañana.
La miniatura es exacta a lo que había pedido. Fue Mateo quien me habló de la empresa que la hizo, una compañía norteamericana de renombre encargada de reproducir los mejores diseños del mundo. Había acertado de lleno. El conjunto de mágicas líneas y estructuras definidas es un fiel reflejo de mi diseño arquitectónico, un largo trabajo que duró varios años, los mismos que he tardado en recabar lo necesario para poder hacerlo realidad. Los accionistas lo apoyaron desde un principio y lo han catalogado como una obra maestra que otros países acabarán imitando. No se trata de un mero centro comercial, este proyecto va más allá y es mucho más ambicioso. Se trata de una belleza arquitectónica sin parangón que aúna funcionalidad y diseño en su máxima esencia con elementos de última generación. Estamos seguros de que su fama sobrepasará fronteras y de que acabará convirtiéndose en el complejo más reconocido y valorado de toda Europa. Yo lo estoy porque este es mi gran logro, mi mayor éxito, y el motivo por el que me hice arquitecto.
Mateo estudió la carrera conmigo. Fue en la universidad donde nos conocimos y donde le hablé de mi proyecto por primera vez. Compartimos mucho más que las clases, y pronto se convirtió en mi mejor amigo, el único en realidad que tuve y que he mantenido hasta el día de hoy. Soy consciente de que ahora mi círculo de amistades se reduce solo a él, aunque prefiero no pensar en ello; mi estilo de vida apenas me permite hacerlo, y tampoco es que me apetezca mucho hacerlo, en verdad.
Vuelvo a centrarme en la maqueta y en la importancia de convertirla en algo real. Este prototipo es increíble y lleva hasta el último detalle: la fachada, las zonas ajardinadas, las enormes cristaleras, las luces enfocando los puntos principales del diseño. Es todo un espectáculo en miniatura. Un espectáculo que se ha topado con un impedimento, una insensata que amenaza con echarlo todo por tierra y que tiene a centenares de hombres parados por su estúpida cabezonería, que le impide entrar en razón.
—Debe haber algo que la convenza —aseguro sin apartar la vista de la maqueta, cuando noto que él está a mi lado.
—No quiere saber nada del acuerdo. Siento ser yo quien te lo diga, pero empiezo a pensar que…
—¡Ni se te ocurra terminar la frase! —mascullo volviéndome hacia él—. Mateo, nos conocemos desde hace cuánto, ¿años? —Él asiente—. Entonces sabes que rendirme no entra en mi vocabulario, y aún menos cuando estás al tanto de lo que este proyecto significa para mí.
—Lo sé y por eso lo he intentado todo, créeme.
Una parte de mí quiere creerlo; yo mismo le ofrecí que trabajara conmigo en la empresa nada más licenciarnos porque conocía su valía. Pero hay algo dentro de mí que se niega a aceptarlo. Mateo es el CEO[2], no es el mayor responsable de Uriarte Promociones, ni tampoco tiene cientos de empleos que dependan de él, como tengo yo.
—Sé que has puesto todo de tu parte —admito agarrándolo de un hombro—, pero también sé algo, amigo mío: que vamos a conseguirlo, porque estoy dispuesto a llegar a donde haga falta para lograr convencer a esa bruja.
[1] Luana’s Home: El Hogar de Luana.
[2] CEO: Siglas de Chief Executive Officer. Un CEO es el máximo ejecutivo de una empresa, comúnmente llamado director ejecutivo.