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NO SOY EL JUGUETE DE NADIE

«Uno cree confiar en lo que está a punto de hacer, pero ni siquiera entonces el destino te permite robarle su capacidad de sorprenderte».

 

En ocasiones, las personas cometemos errores que nos arrastran a tomar decisiones, a situaciones que no esperamos, a resultados que no deseamos.

Ese recuerdo, a veces, se aferra a nosotros con tanta fuerza que nos es del todo imposible deshacernos de él. Intentamos disfrazarlo, apartarlo para poder seguir avanzando, mirando cada paso que damos en el camino porque somos incapaces de mirar hacia arriba por el gran peso que arrastramos. Es entonces cuando creemos que la rendición es la consecuencia de nuestro trayecto.

Pero cuando menos lo esperamos, cuando creemos que todo está perdido, una mano nos toca el hombro y nos demuestra que no estamos solos, que la confianza es mucho más que una simple palabra, y que cada paso que damos lo acabamos convirtiendo en historia.

Khelina Cunningham, Hugo Harper, la ciudad de Washington D. C., el apasionante mundo de la política y el poder, y una increíble historia de amor que también será vuestra.








Lee el primer capítulo

Prólogo

Uno nunca sabe a ciencia cierta qué le deparará el futuro.

Crecemos pensando en la idea de lo que debería ser una vida perfecta, tal y como nos inculcan desde una edad bien temprana. En mi caso, creí que conseguiría todas mis metas, que, tras sacarme la carrera, lograría un buen trabajo con el que obtendría las llaves de mi propia casa, y en la que formaría mi propia familia. La mía sería como tantas otras familias americanas, con su fachada blanca de madera y un gran porche delantero, en el que mi esposo y yo nos sentaríamos cada tarde para ver a nuestros hijos jugar en el jardín, mientras nos tomaríamos una limonada cogidos de la mano y disfrutaríamos de los atardeceres, con la bandera de nuestro maravilloso país ondeando en la asta que nacería de la propia pared.

Tal vez mi sueño pecaba en exceso del ideal americano, pero así era como yo lo imaginaba, sobre todo, teniendo en cuenta de dónde provenía.

Ser una Cunningham no era tarea fácil. Pertenecer a una de las familias más reconocidas de la ciudad conllevaba un gran esfuerzo. Mi madre era la encargada de esa labor. Ella supervisaba que mantuviéramos intactas las apariencias, que mi hermano Ethan y yo nos comportásemos como se esperaba de nosotros, o que nos reprimiéramos cada vez que acudíamos a algún evento, aunque este fuese una barbacoa en casa de unos amigos, para que todo el mundo pudiese ver lo perfecta que era nuestra familia.

Mi padre, en cambio, su esfuerzo lo ocupaba en trabajar por y para el pueblo. Era el líder del partido de la oposición de Nueva Orleans y ostentaba su cargo con verdadera determinación. Amaba a su país tanto como a nosotros y logró transmitirme su inconmensurable pasión por su gente, por la política, y su indiscutible afán de lucha por una mayor y mejor nación. Desde que tuve uso de razón, recuerdo haber desayunado con reuniones, comido con discursos y cenado con campañas, por eso siempre supe a qué dedicaría mi vida. Mi padre era, sin dudarlo, mi referente, y deseaba seguir sus pasos. Adentrarme en el mundo de la política se convirtió en mi mayor anhelo, e incluso me atreví a fantasear con la idea de convertirme en una versión mejorada de lo que él ya era para mí. Me sentía fuerte y preparada para ello, y estaba segura de que lo lograría.

Pero aquella tarde aprendí que los sueños, por muy intensos que estos sean o por muy fuertes que estén arraigados en lo más profundo de nuestro interior, también pueden volatilizarse y convertirse en cenizas. Todo cuanto había hecho para diseñar y marcar mi destino, se truncó con aquella piedra que yo misma puse en mi camino. Cometí un error que marcó mi futuro y el de mi familia. Un error que acabaría marcándome para siempre, que me transformaría en la mujer desconfiada en la que me convertí al llegar a la madurez, y que me haría desterrar a los hombres de mi vida para poder sentirme a salvo.

Tal vez lograra conseguir aquella casa de fachada blanca, puede que incluso tuviese la oportunidad de contemplar el atardecer cada tarde en el porche junto a la bandera ondeando. Pero, de ser así, sabía con certeza que, sobre la mesita, tan solo habría un vaso junto a la limonada, que el color predominante del jardín delantero sería el silencio, y que mi única compañía serían las ausencias y el recuerdo de lo que ocurrió aquella tarde de marzo que cambió mi vida… para siempre.

 

 

Capítulo 1

Nueva Orleans, Luisiana. Marzo de 2005.

Sujetando la mochila con una mano y sosteniendo una taza de leche en la otra, me apresuré a desayunar, mientras mi madre intentaba que mi hermano hiciese lo mismo con su tazón de cereales. Con él había que tomarse las cosas con calma, armarse de paciencia, pero ella carecía de esa cualidad cuando había otras a las que prefería darles prioridad.

Como buena esposa de un importante político, el líder del partido de la oposición en Nueva Orleans, mi madre se esforzaba en representar el papel que le había tocado. De ella se esperaba una esmerada disciplina, una actitud cuidadosamente perfecta y una forma impecable y estricta de mantenerlo todo bajo control. Por eso, el hecho de llegar tarde al colegio privado donde estudiaba mi hermano pequeño no entraba precisamente en sus planes. ¿Qué pensarían de ella las otras madres si la viesen demorarse? No, ella era la señora Cunningham, y no podía permitirse la licencia de ser la comidilla por un motivo que no fuese su impoluta excelencia, algo para lo que llevaba años consagrándose. Su vida rozaba la perfección, y no podía echarlo todo por la borda porque el mocoso de su hijo no se diera prisa.

—¡Ethan, traga de una vez o llegaremos tarde! —lo apremió una vez más.

—No puedo id más dápido —contestó aquel con la boca llena.

Me consta que mi hermano solía esforzarse por cumplir las inacabables normas que nos imponía nuestra madre, pero él tan solo tenía por aquel entonces cinco años, y su boca no era más que la de un niño. Ni siquiera él entendía cómo ella no podía comprender eso.

—Vamos, pequeñajo, mastica o mamá llegará tarde —intervine revolviéndole el pelo.

Yo sentía debilidad por Ethan. No importaba que nos separara casi una década, me encantaba dibujar o jugar con él siempre que podía, sobre todo en el jardín trasero, donde ambos dábamos rienda suelta a la imaginación. Policías y ladrones, indios y vaqueros, o simplemente corretear tras la pelota. Cualquier juego era bueno para nosotros…, hasta que nuestra madre nos interrumpía y nos obligaba a entrar en casa con la excusa de la cena, una visita o cualquier otro pretexto. La única realidad y el verdadero motivo por el que lo hacía era por lo molesto que le resultaba escucharnos. «Hacíamos demasiado ruido», decía. Estaba en lo cierto, y tal vez por eso nunca me quejé por ello.

Tras echar un último vistazo al reloj que colgaba de una de las tres paredes de la cocina, me despedí y me marché en dirección a la parada del autobús, que estaba al final de la calle.

Como cada día, cogía el school bus [1]del Louise S. McGehee School, el centro privado exclusivo para chicas donde cursaba mis estudios, cuya reputación le precedía y le había hecho consagrarse como uno de los mejores del estado de Luisiana. Me gustaba aquel colegio, aunque recuerdo lo mucho que odiaba el uniforme. Y no era la única a la que le pasaba. La camisa blanca era lo que menos me disgustaba; podía desabrocharla lo suficiente para no parecer una niñata. Pero la falda, de tela de cuadros escoceses en colores blanco y negro, con costura plisada, y con aquel largo que nos llegaba hasta la rodilla y nos hacía parecer unas catetas, era lo peor. La mayoría solíamos ponerle remedio enrollándole la cintura para acortarla, y yo lo hacía cada día mientras recorría la distancia que me separaba de la parada.

Esa mañana había remoloneado en la cama más de la cuenta, y a medio de camino me percaté de que el autobús ya me aguardaba con el motor encendido. Me colgué la mochila de ambos hombros a la espalda y aceleré el paso para no demorarme más de lo que ya lo había hecho.

—Buenos días, Khelina —me saludó Joss al entrar—. Vamos, que hoy se nos hace tarde —me animó pisando el acelerador.

—¡Buenos días! —respondí agitada por la carrera, agarrándome al asiento del conductor para no caerme.

Joss se costeaba sus estudios de Derecho trabajando de chófer para el Louise School, que así era como lo llamábamos de manera coloquial. Llevaba años haciendo nuestra ruta y era conocido por todos en la comunidad.

Pese a que no era mucho mayor que nosotras, su aspecto le hacía aparentar mucha más edad de la que tenía en realidad. Solía llevar barba, era de complexión fuerte, moreno, de ojos alargados de color marrón y nariz ancha, que contrastaba con su pequeña boca, pero a la que sabía sacarle partido diciéndonos siempre alguna chorrada para arrancarnos a todas las estudiantes una sonrisa cada mañana.

Como mi casa era la que estaba más retirada del colegio, mi parada iniciaba el recorrido, y era a mí a la que primero recogía y, por tanto, a la última que dejaba tras las clases. Yo solía charlar con él en ese primer y último trayecto que separaba mi parada de la siguiente. En mi vida cotidiana, a excepción de mi padre y mi hermano, apenas confraternizaba con el género masculino, por lo que Joss era lo más parecido que tenía a un amigo. Los chicos de mi edad tenían la cabeza llena de pájaros y solo decían tonterías. Con él, en cambio, la conversación era amena y se podía hablar de todo, excepto de lo enamorada que Janice estaba de él. Llevaba meses guardándolo en secreto, y no sería yo la que acabara confesándole tal información.

Janice era mi mejor amiga. Congeniamos a la perfección desde que nos conocimos y nos volvimos inseparables. Era alegre y muy extrovertida, y me hacía reír como ninguna otra. Sus ingeniosas propuestas y su frescura conseguían que me olvidara de las absurdas normas a las que debía someterme, y solo con ella, o con mi hermano cuando jugábamos sin la interrupción de nuestra madre, lograba ser yo misma.

Físicamente éramos muy distintas. Janice era rubia y delgada, yo castaña y rellenita. Envidiaba su cuerpo porque era acorde con nuestros catorce años. El mío, en cambio, no dejaba de desarrollarse a pasos agigantados y pronto se llenó de curvas.

Siempre admiré su desenfadada forma de ser. Janice era muy divertida y no se cortaba a la hora de soltar burradas acerca de Joss, y de cómo este se había convertido en el protagonista de sus sueños más húmedos. Afirmaba que su vida cambiaría al cumplir la mayoría de edad porque estaba convencida de que él acabaría siendo su novio. Yo la escuchaba sin dejar de pensar en lo loca que estaba, aunque era ahí precisamente donde radicaba su encanto.

—¿Qué tal llevas los exámenes? —me preguntó Joss presionando la palanca para cerrar la puerta, pese a que el autobús ya estaba en marcha.

—Muy bien. Este año creo que subiré la nota.

Ambos sabíamos que aquella frase no connotaba prepotencia alguna. Me gustaba estudiar y se me daba francamente bien. Me había convertido sin pretenderlo en el vivo ejemplo de una estudiante modelo. Por aquel entonces, salir los fines de semana era para mí desperdiciar mi valioso tiempo, y prefería quedarme en casa para jugar con mi hermano o dedicárselo a los estudios encerrándome en mi cuarto con la música como única compañía. Deseaba tanto cumplir mi sueño que no me importaba consagrarme solo a canalizar mi esfuerzo y a proyectar mi capacidad para defender las causas justas en lo que acabaría siendo mi real y único futuro: la política.

—¡Esa es mi chica! —afirmó Joss de un modo más afable de lo habitual.

—Necesito la mejor nota para que me acepten en la Universidad. Cuando acabe aquí, entregaré mi solicitud en las mejores del país.

—¿Piensas irte de Luisiana? —cuestionó contrariado.

—Haré lo que haga falta para cumplir mi sueño —aseguré convencida de cada una de mis palabras.

—Es bueno saberlo, porque tú tienes mucho… potencial —murmuró, desviando su mirada hacia mis piernas.

Yo le resté importancia. Se trataba de Joss y no había nada que temer.

—De mayor voy a llegar tan lejos que podré ir a la Casa Blanca.

—Eso es fácil de cumplir. Hay visitas guiadas.

—No me refiero a eso —aclaré—. No quiero entrar como una turista, sino como invitada del presidente de los Estados de Unidos de América, a una de sus Cenas de Estado o de Gala tal vez. Me muero por tener en mis manos una de esas invitaciones especiales tan elegantes que solo recibe la gente importante —añadí emocionada, sintiendo cómo el vello se me erizaba, y ajena a la sonrisa ladina que, sin pretenderlo, le había provocado.

—Estoy seguro de que lo lograrás, nena. ¡Ven aquí que te felicite! —manifestó alargando el brazo.

Agradecida porque él se alegrase de mi éxito, o del proyecto del mismo, me incliné hacia él para aceptar aquel abrazo que él cariñosamente me brindaba. Joss rodeó mi cintura y me dio un ligero beso en la frente. Me apreciaba de verdad y sabía que se congratulaba de todo lo bueno que pudiera pasarme. Solía causar esa misma sensación en todos los que me conocían, y me enorgullecía de ello.

Joss volvió a centrar la vista en la carretera. Apenas había tráfico, lo que le permitió conducir con una sola mano. La otra… aún seguía sobre mi cuerpo. Aquello me sorprendió, era la primera vez que lo hacía. Pero Joss era un buen amigo, alguien de fiar que me conocía desde hacía tiempo, su abrazo había sido sincero, y estaba convencida de que no había nada de malo en ello.

¡Qué equivocada estaba!

Mi gesto fue la llave de un alegórico consentimiento que él mismo se tomó y, ávido por obtener lo que ansiaba, se atrevió a ir más allá. De un modo sosegado, con el consabido conocimiento de que aún quedaba un buen trecho hasta la siguiente parada, su mano descendió en dirección a mi nalga. El hecho de que yo fuese menor de edad no pareció ser inconveniente alguno para él a juzgar por cómo me tocó.

Pese a que yo no quería nada de aquello, no me moví. No sé qué me pasó, pero, para mi sorpresa, fui incapaz de apartarme o de rechazar su mano. Ni siquiera el esfuerzo y la dedicación que había puesto en los estudios para aprender y llenarme de conocimiento para el futuro, me sirvieron en aquel momento para encontrar las palabras adecuadas que me sacaran de aquel trance. No supe reaccionar y tan solo conseguí bloquearme. Comencé a preguntarme por qué no era capaz de moverme, por qué seguía allí en lugar de apartarme y de salir corriendo hacia la parte trasera del autobús. Pero mi boca acalló la multitud de interrogantes que se hacía mi mente. No dejaba de cuestionarme a qué se debía aquel cambio de actitud en Joss, en alguien que creía mi amigo y que siempre se había comportado como tal. Tan solo saqué en claro una única cosa: algo extraño y desconocido para mí, hasta ese instante, se estaba apoderando de mí.

Entendiendo mi mutismo y mi quietud como una corroboración del permiso que le era gratamente concedido, Joss deslizó su mano hasta alcanzar mi muslo izquierdo. Aquel contacto oscureció el tono de sus ojos y logró agitar su respiración. Por aquel entonces, yo no era consciente de lo que podía despertar en un hombre, lo que, al parecer, aumentaba aún más si cabe mi belleza, esa de la que yo no era consciente ni en la que reparaba lo más mínimo.

Debió rendirse ante mi candoroso influjo, porque levantó el pie del acelerador con la firme intención de alargar el trayecto lo máximo posible. Estaba fuera de control, mucho más excitado de lo que había imaginado, y su mano se hizo con mi parte íntima antes de que pudiera darme cuenta. Echando la vista atrás tan solo soy capaz de recordar que tuve que aferrarme al mural que separaba su asiento del resto por la fuerza con la que me friccionaba las bragas con sus dedos.

Juro que intenté moverme, que le di la orden a mis piernas de salir corriendo de allí. Aquello no estaba bien, no era propio en alguien como yo, ni tampoco en alguien como él. Pero me mantuve quieta, paralizada más bien. Había algo extraño que me impedía incluso respirar. Era tan intenso que hasta mis piernas se rindieron, mermando su fuerza y capacidad para mantenerme en pie. Aquella abrasadora sensación era demasiado firme y devastadora, hasta el punto de nublar mi juicio.

Había oído hablar de las relaciones de pareja, sabía lo que era el sexo por las cosas que había escuchado y me habían contado, pero no lograba calificar lo que estaba sintiendo. Además de desconocido, se trataba de algo inaudito, algo con una fuerza arrolladora, capaz de lograr concentrar todo mi ser en un solo punto de mi cuerpo, coaccionando al resto e impidiéndole cualquier atisbo de libertad de movimiento.

Cerré los ojos y dejé la mente en blanco, invadida por la multitud de sensaciones que aquel contacto me estaba provocando. Mi corazón latía desbocado mientras sentía cómo un cosquilleo se apoderaba de mi sistema nervioso, ocasionándome temblores, mientras mi boca se tornaba seca. Fue esa sequedad, precisamente, la que me hizo volver a la realidad y darme cuenta de lo que estaba ocurriendo.

—¡No! —solté de pronto, apartándome de él.

Yo no era así, no me habían educado para hacer ese tipo de cosas.

Corrí hacia la parte trasera del autobús maldiciendo para mis adentros. Estaba disgustada con él, pero sobre todo conmigo misma por haberme permitido la licencia de vivir aquellos perturbadores actos y pensamientos.

Aguardé en silencio hasta la siguiente parada, recriminándome lo que había hecho, mientras me sentía observada por su inquietante mirada a través del espejo retrovisor. Sabía que nuestro tiempo a solas estaba a punto de llegar a su fin, aunque eso no impidió que siguiera machacándome por lo que había ocurrido hacía un instante.

En la segunda parada, de la decena que había en el trayecto hasta la escuela, Janice y otras alumnas se subieron al autobús. Yo estaba sentada en uno de los asientos del fondo y, a juzgar por el modo en que ella me miró, supe que se había extrañado de no verme junto a Joss, como de costumbre. Me hizo señas para llamar mi atención e invitarme a acercarme a la parte delantera, pero negué con la cabeza sacudiendo mi melena recogida en mi habitual cola. Mi semblante serio no le impidió quedarse junto a él, y prefirió aprovechar los pocos minutos que tenía para estar con el chico por el que se levantaba cada día y que, a su parecer, algún día sería suyo.

El final de trayecto, corto para Janice, y eternamente largo para mí, llegó cuando el school bus hizo su última parada en el colegio. Me moría de ganas por salir de allí, y no dudé en levantarme del asiento cuando todavía no había ni detenido el vehículo. Ni siquiera me molesté en mirarlos a ninguno de los dos, y aún menos en dirigirles la palabra. Mi reacción volvió a sorprender a Janice, que salió detrás de mí, no sin antes escucharla a mis espaldas despedirse de forma amable de Joss.

—¡Khelina, espera! —me gritó mientras corría para alcanzarme.

No me detuve. Seguí caminando a toda velocidad por el jardín con el fin de llegar cuanto antes al viejo edificio.

—¿Se puede saber qué te pasa hoy? —inquirió al llegar a mi lado.

—Nada —gruñí sin la menor intención de detener mi marcha.

—Pues cualquiera lo diría —protestó.

Pude ver de soslayo que tenía el ceño fruncido, pero no me importaba. Solo pensaba en alejarme lo máximo posible y en evitar que nadie viera en mis ojos la rabia que me consumía por dentro.

—Vale, pues si no quieres hablar, lo haré yo. Joss me ha contado que ha roto con su novia —me anunció animada.

—Y a mí eso me importa, ¿por? —mascullé de malos modos. Lo último que me apetecía era hablar de él.

—Tía, pues a mí sí me importa, porque eso quiere decir que está libre —argumentó alargando la última sílaba.

Su felicidad plagada de ignorancia me detuvo en seco. Era mi mejor amiga y necesitaba sacarla de su gran error. La aparté a un lado y aguardé a que el resto de alumnas entraran.

—¿Qué te hace pensar que le gustas? —me atreví a preguntarle una vez que nos quedamos a solas en la gran escalinata del Louise School.

—En serio, hoy estás muy rara —se quejó—. Ya lo hemos hablado muchas veces: él será mi novio.

—¿Y qué pasaría si a él le gustara o saliese con otra? ¿Seguirías esperándolo?

—¡Por supuesto! No me importaría compartirlo.

Su respuesta era la última que me esperaba y para mi siguiente frase alcé la voz un poco más de lo que deseaba.

—¿Te ha vuelto loca?

—Para nada —contestó sin amilanarse.

No daba crédito y no oculté mi desconcierto.

—Pero tú misma acabas de decir que sería solo tuyo. Yo… no entiendo…

—Khelina, hay muchas cosas que aún tienes que aprender —expuso con seguridad impresa en su voz—. Que compartas a un hombre no significa que deje de ser tuyo. Hay muchas maneras de hacer que se ate a ti. ¿Qué más da que otra lo tenga en mis ratos libres, si cuando yo lo necesite lo tengo sólo para mí? Lo importante es eso, que cuando esté conmigo, esté solo conmigo. ¿Me entiendes?

Aunque en el fondo, y de un modo completamente egoísta, su respuesta suavizaba en cierto modo el remordimiento que no había dejado de sentir desde que me marchara a la parte trasera del autobús, no lograba entender cómo podía pensar de aquella forma.

—Definitivamente, has perdido el juicio —recalqué poniendo los ojos en blanco—. No te reconozco.

—¡Soy yo la que no te reconoce a ti! —defendió—. Vale que hoy estás muy rara, cosa que ya te he dicho. Pero no sé de qué te sorprendes. Sabes de sobra cómo soy y lo que siento por él.

—Es que me cuesta creer que no te importe que otra se coma tus babas —argumenté.

—O ella las mías —apuntilló alzando un hombro al encuentro de un lado de su rostro—. Míralo desde mi punto de vista: sería como… hacer un trío, pero sin necesidad de ver a la otra. Lealtad y morbo en uno. ¿Se puede pedir más? —formuló abriendo los ojos todo lo que daban de sí, acompañados de una enorme sonrisa.

Resoplé en respuesta dando la charla por terminada. Intentar hablar con Janice era causa perdida, por lo que decidí adentrarme en el edificio y dejar la conversación para otro momento. Además, en cierto modo me hizo sentirme algo aliviada, y preferí aferrarme a aquella sensación para poder sobrellevar el día que me aguardaba.

 

[1] School bus: autobús escolar. En Estados Unidos son de un color amarillo anaranjado, y con una única puerta a la altura del conductor.






García de Saura

Autora Novela Romántica





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