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EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD
Una entrañable comedia romántica que te hará creer en la magia de la Navidad

Una navidad de ensueño era lo que Alma creía estar viviendo cuando, al mudarse al norte del país, se instaló en Villa Nieves, una casa plagada de leyendas. Su creencia en el más allá era nula, hasta que una noche descubrió que… no estaba sola.

Un nuevo destino, un colegio elitista, un niño que le robará el corazón, y un espíritu okupa sabelotodo convertido en mosca cojonera, transformarán la tranquila vida de Alma en una alocada aventura.

¿Conseguirá el espíritu asustar a la nueva inquilina como venía haciendo hasta ahora? ¿O por el contrario será ella quien le ponga los puntos sobre las íes?

 

FICHA TÉCNICA:

Fecha de publicación: 1ª edición: 06/12/2020. 2ª Edición: 18/12/2023.
198 páginas
Idioma: Español
ISBN: 979-8576945566
Presentación: Epub y papel
Colección: Comedia romántica








Lee el primer capítulo

CAPÍTULO 1

 

Mudarse al norte no resultaba una tarea fácil para Alma. Acostumbrada al clima de su tierra natal, al sureste del país, trasladarse a un lugar donde el sol apenas se veía en contadas ocasiones suponía un cambio demasiado brusco para ella. Pero aquella oferta había llegado en el momento justo, y no podía rechazarla.

En su pequeño pueblo las oportunidades se habían agotado. Llevaba meses buscando trabajo, había recorrido todos los colegios de la comarca y el resultado siempre era el mismo: «ya tenemos las plazas cubiertas, pero la llamaremos si hay alguna baja».

Para su familia, compuesta únicamente por sus ancianos padres y Whisky, un perro de raza mixta igual de longevo que ellos en su edad perruna, su partida fue como un jarro de agua fría. Lamentaban su marcha, aunque no tuvieron más remedio que apoyarla en su decisión; conocían de sobra el carácter de su hija, y sabían que más de novecientos kilómetros no serían impedimento alguno para hacerla desistir de su sueño.

Aquella mañana llovía a cántaros. Acababa de llegar en su destartalado coche a la dirección que la mujer de la inmobiliaria le había dado. Ni siquiera la advertencia de su insistente y protector padre en que usara el transporte público para el viaje, había impedido que ella confiara en aquel viejo trasto, al que tanto quería y que tantas historias había vivido a su lado; sabía que la haría llegar sana y salva a su destino, algo que no tardó en comunicarle en cuanto detuvo el motor. Tras hablar con sus padres, exhaló una buena bocanada de aire, y se encaminó hacia la casa.

Era una vivienda de dos plantas cubierta de piedra, con techos oscuros muy inclinados por la nieve —supuso al verlos—. Parecía un lugar encantador, el típico sitio al que irse de escapada rural con los amigos a pasar las navidades. Pero en cuanto abrió la puerta de la vieja valla que cercaba el terreno donde se encontraba, comprobó que esa no había sido su función, al menos no en los últimos meses. A juzgar por el descuidado aspecto de los altos matorrales que la rodeaban, debía llevar demasiado tiempo deshabitada, lo que llamó su atención, pues, si la agente inmobiliaria no la había engañado, era la vivienda con el alquiler más bajo de la zona, y la única disponible en esa época del año.

—¡Señorita Ortega! —la llamó una voz tras ella—. ¿Es usted Alma Ortega?

En cuanto se volvió y la vio con una carpeta en la mano y un paraguas en la otra, dio por hecho que era su cita.

—La misma. ¿Y usted es…?

—Sandra Díaz —la interrumpió. Eso ya lo sabía, aparte del director del centro donde iba a trabajar, ella era la única persona con la que había hablado antes de llegar.

—Encantada —respondió Alma con la intención de acercarse para darle dos besos.

—Espero que haya tenido un buen viaje. Firme aquí, por favor —la cortó acercándole la carpeta, dejando bien claro que no quería ningún tipo de contacto con ella. Parecía estar nerviosa o tener prisa por algo, ya no había ni rastro de la mujer encantadora que la había atendido días antes por teléfono.

—¿No va a enseñarme la casa primero?

—Eh… bueno yo… —titubeó.

Un gran estruendo acompañado de un luminoso rayo cercano la hizo dar un pequeño salto.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó a la mujer al ver lo atemorizada que parecía. De donde Alma provenía apenas llovía, pero los truenos no la asustaban—. Parece que haya visto un fantasma —añadió para quitar hierro al asunto.

—Debería mostrar más respeto hacia ellos —atacó con semblante serio.

—¡No me dirá que usted cree en esas tonterías! —Alma no daba crédito.

—Señorita Ortega, entiendo que de donde usted proviene sean escépticos, pero debe comprender que aquí hay leyendas y creencias demasiado arraigadas como para dejar que un forastero las ponga en duda.

—Discúlpeme, no pretendía molestarla.

—Aunque, por otro lado, le vendrá bien no creer en que haya algo más allá.

—¿Qué quiere decir? —cuestionó curiosa.

—Fírmeme aquí, he de irme —insistió la mujer, volviendo a alargar la carpeta de tapa dura, cuya pinza sujetaba el contrato y un bolígrafo—. Y no se preocupe por el tema económico, nos ocuparemos de todo desde la oficina.

La lluvia comenzaba a ser más densa, y tras su empeño, Alma aceptó. En cuanto dejó su rúbrica sobre el húmedo papel, la mujer tomó la carpeta y le hizo entrega de un buen manojo de llaves, de la que sobresalía una grande de hierro.

—¡Estupendo, pues ya está todo! —comentó la agente inmobiliaria llevándose la carpeta hacia el pecho—. Le deseo mucha suerte, la va a necesitar —añadió justo antes de girarse y salir corriendo hacia su coche.

Alma se quedó allí de pie viéndola alejarse hasta donde la intensa lluvia le permitía. Había sido un encuentro extraño, de eso no cabía la menor duda, pero no iba a dejar que aquello empañara su sueño. ¡Había encontrado trabajo e iba a ser independiente! ¿Qué más podía pedir?

—Que la casa estuviera limpia —soltó nada más abrir la puerta con la enorme llave de hierro—. Tiene más mierda que el rabo de una vaca —añadió sabiendo que nadie la escuchaba.

Alma era refinada, sobre todo en su trabajo, donde siempre llevaba cuidado delante de los niños. Pero en momentos como este, se permitía el lujo de sacar a la luz su lado más rústico, algo que había heredado de su difunto abuelo.

Siguió soltando lindezas hasta la noche, momento en que se dejó caer exhausta sobre el sofá. Había pasado la tarde barriendo y fregando el suelo y los baños. Había desempolvado los muebles cubiertos con viejas sábanas y encendido la chimenea. Sus cosas aún seguían en la entrada, dentro de las maletas a juego que había comprado para la gran ocasión. Tal vez la limpieza no entrara en el contrato, aunque, fuera como fuese, en apenas dos minutos de tumbarse en el sofá boca abajo y con un brazo colgando, ella ya roncaba con la baba cayéndole por la comisura de la boca.

—¿Y esto de dónde ha salido? —masculló él nada más verla de aquella guisa, mientras meditaba cómo iba a asustarla para que se largara.

Alma creyó que aquella voz varonil solo podía ser parte del sueño en el que se hallaba inmersa, y en él respondió.

—¿«Esto»? ¿Acaso no te han enseñado modales?

—Le dijo la sartén al cazo —respondió la voz con tono sarcástico. Su carcajada resonó en todas las paredes de la casa.

Pero en cuanto se dio cuenta de que estaba hablando con ella, se quedó paralizado.

—Un momento, ¿puedes oírme? —la interpeló.

—Como para no hacerlo. Haz el favor de callarte, que estoy durmiendo, joder.

—Es imposible —insistió él.

—Ya lo veo, porque ni debajo del agua te callas.

—Pero, no puedes oírme, yo no estoy…

—¿Dándome el por culo? Sí, ya lo creo que sí. Haz el favor de no hablar, necesito descansar, estoy muerta.

Alma se removió acomodándose el cuello.

—Ya veo cómo has dejado esto. Llevaba años sin verlo así.

—Tal vez si lo hubieras limpiado tú, yo me hubiese ahorrado el tener que hacerlo.

—No entra en mis planes pasarme la navidad entre trapos y fregonas —se defendió él.

—O sea, que además de parlanchín eres espeso. Menuda joya.

Molesto por su insolencia, agarró una de las figuras que había sobre la repisa de la chimenea con la intención de lanzarla al otro lado del salón, cuando se detuvo en seco.

—¡No es posible! ¡Puedo cogerla! —exclamó jocoso sin apartar la vista de la figura.

—¡Wow, qué máquina! Ya que la tienes a mano, ¿por qué no te la estampas en la cabeza y me dejas dormir de una puñetera vez?

De buena gana se la hubiese estampado a ella.

Incrédulo por lo que estaba viviendo, dejó la figura y siguió tocando y sujetando cuanto encontraba o se le cruzaba por delante. Un cuadro, una silla, un tronco de madera, el viejo jarrón de su madre, y todos los cajones y puertas de la cocina, con sus respectivos cacharros.

—¿Acaso ensayas para ser batería en una orquesta o qué?

—¡Puedo abrir y cerrar! ¡Es la pera! —enfatizó sin detenerse, aumentando el ruido a la par que su alegría.

—¡Para ya, por favor! Necesito dormir, ¡joder! —bramó Alma, harta de tanto estruendo.

—¡Es increíble! ¡Puedo tocar! —siguió repitiendo entre sonoras carcajadas.

—Sí, los cojones, y muy bien que lo haces, por cierto —gruñó desde el salón, tapándose la cabeza con un viejo cojín de flores.

—¿Nunca te han dicho que eres una maleducada?

—Aquí el único que carece de educación eres tú, que no sabes respetar el descanso ajeno.

—Una mujer que se precie no debe ser tan grosera —añadió.

—Eh, cromañón, ¿qué tal si te relajas un poco?

En cuanto escuchó aquella palabra, que tanto usaba su difunta esposa para referirse a él, regresó a su lado en apenas unas décimas de segundo.

—¿Rosa? ¿Eres tú?

—¡Oño, no me digas que sois más! Ya lo que me faltaba, que montéis una fiesta.

No, no podía ser ella. Rosa era mucho más refinada que aquella verdulera que estaba espatarrada en su sofá.

—¿Quién eres? —la interrogó.

—Soy la que te va a romper la cara como sigas hablando.

—¿Quién te envía? ¿Para qué has venido? —continuó.

—¡Basta, se acabó la charla por hoy! —protestó volviendo a dejar el cojín bajo su medio rostro, acompañado de un sonoro ronquido—. Mañana te lo cuento, te lo prometo, pero ahora, ¡cállate y déjame dormir!

Pascual, o más bien su espíritu, se quedó mirándola ladeando la cabeza. No dejaba de preguntarse quién era aquella extraña mujer de pelo oscuro y tez dorada. Su acento y su aspecto no dejaban la menor duda de que no era de allí, ni siquiera de la misma provincia. Su forma de expresarse y su capacidad para exaltarlo no era de alguien de la zona. No era el primer huésped al que echaba para que nadie ocupara la casa de sus antepasados en los últimos cuatro años. Pero sí la primera persona que había logrado escucharlo. ¿Acaso ella era la elegida? ¿O alguien la había enviado allí para martirizarlo? Definitivamente era la segunda opción, sobre todo porque era la mujer más inquietante, contestona y maleducada de cuantas había conocido a lo largo de sus treinta y tres años de vida. Fuera como fuese, no iba a quedarse de brazos cruzados, tenía sobrada experiencia en asustar y espantar a la gente de su casa, algo de lo que, estaba convencido, lograría tarde o temprano.






García de Saura

Autora Novela Romántica





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