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BILOGÍA COMPLETA ¡Huyamos, ahora que podemos!

Cuando Iris y Ana fueron a las fiestas de Villa Despelúcame el Ovejo, el pueblo de al lado, no imaginaron que terminarían la noche huyendo del lugar del crimen. Por un despiste y una mala decisión, acabaron cargándose a Don Pepino, patrón del pueblo, principal reclamo de peregrinación e ingresos, y con él… varios siglos de historia.

Convertidas en prófugas de la justicia, harán todo lo posible por despistar a los vecinos que, de forma incesante e incluso bajo recompensa, buscarán a los culpables.

Pero el destino les pondrá en su camino a dos desconocidos y seductores forasteros, que acabarán siendo sus mayores aliados. En medio de la vorágine, las chicas se irán de viaje con ellos confiando en que las ayudarán.  ¿O era solo lo que a ellas les hicieron creer?

Descubre esta apasionante historia cargada de intriga, romance, morbo y mucho humor, donde nada es lo que parece y todo parece lo que es.








Lee el primer capítulo

PRÓLOGO

Cuenta la leyenda, que en una comarca al este de España había dos pequeños pueblos rivales y hermanados entre sí. Su hostilidad se remontaba a siglos atrás, cuando Fernando VI reinaba el país. Mientras este se esforzaba por mantener la paz y la neutralidad frente a Francia e Inglaterra, en Villa Pepino y Villa Despelúcame el Ovejo se desataba la batalla. La confraternización que había entre ellos comenzó a desquebrajarse, afectando a familias enteras, al comercio y a la economía en general de ambos pueblos.

Todo comenzó cuando sobrevinieron los extraños sucesos. Y no hablo de los nombres de sus habitantes, algo a lo que ya estaban acostumbrados y era motivo de orgullo para ellos, sino de algo insólito que sucedió. Era mediados del Siglo XVIII. La natalidad de Villa Pepino, el municipio situado más al sur, empezó a crecer de forma desmesurada. Casi al mismo tiempo, las mujeres quedaban embarazadas de forma simultánea. Lo que al principio aparentaba ser motivo de alegría para los vecinos, pronto se convirtió en una pesadilla. Los niños que nacían se parecían demasiado unos a otros, y las sospechas y el temor de que pudieran proceder del mismo padre se extendió como la pólvora. Varios fueron los hombres señalados como causantes de la masividad demográfica, pero nadie pudo demostrar la culpabilidad de ninguno de ellos. Fueron años muy difíciles, en los que las mujeres eran mal miradas y los hombres vigilados. La incertidumbre y la desconfianza se apoderó de todos y cada uno de ellos. Hasta que un día, alguien entró en la taberna de Villa Pepino afirmando saber quién había sido el culpable: Policarpo, un vecino de Ovejo. Aquel individuo, del que hasta entonces no se había sospechado lo más mínimo, pasó a convertirse en el mayor objetivo de los vecinos de Pepino. Un buen número de ellos se congregaron y acordaron vigilarlo para poder constatarlo. Al cabo de unas semanas, tras perseguir a aquel hombre sin descanso hasta casi acosarlo, comprobaron que era cierto: el parecido entre los bebés y aquel habitante de Despelúcame el Ovejo era desmesurado. Las rencillas no se hicieron esperar, y los maridos de Villa Pepino acabaron prohibiendo a sus mujeres salir del pueblo. Aquello levantó verdaderas ampollas entre ambos municipios, lo que obligó a muchos de ellos a emigrar a otras ciudades por el temor a que media aldea fuesen primogénitos de un mismo padre, lo que podría provocar la extinción de su especie.

Con el paso de los años, el trato entre ambos pueblos fue mejorando. Pero para que nadie olvidase lo ocurrido y la historia permaneciese en la memoria de los vecinos, don Sinforiano, un alcalde que estuvo en el cargo durante dos candidaturas a principios del siglo XIX, mandó construir a un artista ilustre de la provincia una escultura que colocó en la plaza del pueblo, frente al ayuntamiento. La estatua de piedra, pagada con el presupuesto de las fiestas de aquel año y con la recaudación que los habitantes aportaron durante meses, y convertida en la más costosa de la historia de toda la comarca, estaba representada por la figura de un hombre desnudo con un enorme pepino en la mano.

El día de su colocación se hizo tal celebración, que en el Pleno siguiente se aprobó por unanimidad que aquella fuese la nueva fecha para celebrar las fiestas locales. Del mismo modo, se acordó que Don Pepino pasase a convertirse en el auténtico y único patrón del pueblo, desbancando así a San Judas, cuya imagen aún preside en el altar de la iglesia. Esta última decisión no sentó nada bien al párroco del pueblo, ni a los que le siguieron, hasta el punto de que, a día de hoy, la diócesis sigue intentando que San Judas vuelva a recuperar el lugar que, según ella, le corresponde.

La fama y la veneración hacia Don Pepino, pese a que su rostro recuerde al Ecce Homo de Borja, pues su creador tenía más de reconocido que de artista, pasó de generación en generación. Lo que antes era un sencillo y desconocido pueblo, tras lo ocurrido, se convirtió en un lugar de peregrinaje para turistas y visitantes venidos de diferentes puntos de España. Y aunque a día de hoy la villa es conocida por su importante comercio de peletería o por albergar la cárcel de máxima seguridad del país, la leyenda sigue viva, y las mujeres siguen visitándolo porque, según ellas, aseguran quedarse encinta… tras tocarle el pepino al patrón.

 

 

 

 

 

Capítulo 1

ANA

La Fiesta

 

—Aún no me puedo creer que por fin haya llegado el sábado—me comentó Iris, mi compañera y mejor amiga.  

—Tía, yo estoy igual —respondí mirando el reloj. Estábamos en la trastienda, en nuestros quince minutos de descanso—. A ver si esta noche conocemos a alguien nuevo, para variar.

—¿Crees que veremos a nuestros ex?

—¡Espero que no! —contesté poniendo cara de espanto al tiempo que recogía mi táper de fruta—. Son unos cazurros y ya sabes cómo odio su forma de vestir.

—Ya salió la Tami —se quejó refiriéndose a Tamara Falcó, mi modelo de referencia y por excelencia.

—Pues sí. Un hombre no solo tiene que ser guapo, también tiene que aparentarlo —aseguré.

—¿Y qué pasa si no lo conoces vestido?

—¡Qué imaginación tienes! ¿Dónde voy a conocer a un tío desnudo? Y menos aquí, en el pueblo —solté haciendo una mueca.

—¡Nunca se sabe! —dijo alzando las cejas con cara picarona. A Iris le gustaba provocarme para echarnos unas risas.

—¡Chicas, no os entretengáis, que tengo la tienda llena! —irrumpió Arcadia, dando un par de palmadas.

—¡Ya vamos, jefa! —respondió Iris, estrujando el papel de aluminio del bocadillo que acababa de comerse.

—Tú al despacho —ordenó señalándola—, que tienes que mandar un pedido a fábrica.

Iris hizo un mohín, que solo yo pude ver antes de marcharme.

Arcadia era nuestra jefa y la dueña de un sólido negocio de peletería. Llevaba años regentándolo y supo convertirlo, con el paso del tiempo, en un referente. Lo que comenzó siendo un pequeño taller, donde pasaba los días frente a una máquina de coser para posteriormente vender a los turistas, acabó convirtiéndolo en la empresa más importante de toda la comarca. Además de la enorme fábrica que tenía en el polígono de las afueras, era dueña de la tienda donde trabajábamos. Esta era enorme y la más famosa de la zona. Tenía más de doscientos metros cuadrados, estaba en el centro del pueblo y nos daba empleo a la mitad de vecinos y parte de los de alrededor. Su fama traspasaba los límites de la provincia, llegando incluso a extenderse por todo el país, donde vendía de forma online. La expansión del negocio era imparable, avalada por la buena calidad del género y su bajo coste.

Yo adoraba trabajar allí. Y, aunque no se trataba de primeras marcas, me encantaba rodearme de complementos y artículos de alta calidad. Siempre era la primera en probarme los bolsos cuando llegaban directamente de fábrica. Me enamoré de tantos, que mi madre ya no sabía dónde meterlos. «¡Si luego nunca los usas!», se quejaba cada vez que aparecía por casa con un nuevo bolso. Y no le faltaba razón. Solo había estrenado una cuarta parte de los que había comprado, pero es que… ¡eran tan monos!

Recuerdo que un día se plantó delante de mí y me puso un ultimátum. Por aquel entonces mi armario había perdido su nombre para convertirse en una leonera a punto de estallar. «¡Elige: tus cosas o tú!» me gritó con los brazos en jarras. Lo tuve claro desde el principio y ese mismo día me mudé al cuarto de la plancha. Mi nuevo dormitorio era demasiado pequeño, apenas había espacio para una cama de noventa, la tabla de planchar y la montaña de ropa que, cada noche, amenazaba con derrumbarse sobre mí. Pero todo eso no era nada comparado con lo que sentía al entrar en mi antigua habitación, desde ese día convertida en mi nuevo vestidor. Era el paraíso, el sueño de cualquier mujer y el lugar donde solía recibir a Iris cuando venía a visitarme.

***

Al finalizar la jornada y pasar por casa para arreglarnos, fui a recoger a Iris a la suya. Esa semana me tocaba a mí llevar el coche; nuestros sueldos no eran muy altos, y aquella era nuestra forma de poder economizar. Las dos llevábamos años ahorrando para poder independizarnos de nuestros padres y del pueblo, y todo cuanto pudiéramos hacer por conseguir nuestro objetivo era bien acogido.

—Qué guapa vas —dijo al verme.

—Tú también.

No me costó devolverle el piropo. Lo cierto es que esa noche íbamos impresionantes. Eran las fiestas de Despelúcame el Ovejo, todo un acontecimiento si tenemos en cuenta el lugar donde vivíamos. Estábamos en primavera, y la buena temperatura que hacía nos permitió ponernos nuestras mejores galas.

Iris no era tan pija como yo, he de reconocerlo, pero sabía sacarse el máximo partido a sí misma. Era más bajita, tenía el pelo rubio liso y unas curvas de infarto que envidiaba. No solía cuidarse mucho, podía comerse un bocadillo de jamón serrano y no engordar ni un gramo. Yo, sin embargo, engordaba con solo mirar uno. Comiese lo que comiese todo me iba a parar al mismo sitio: al pandero y a las cartucheras.

En el pueblo todos nos conocían. A pesar de señalarnos como la morena y la rubia de la tienda, éramos de las pocas solteronas que quedábamos. Entiéndase el sarcasmo con el que digo la palabra «solterona», pues solo éramos dos chicas de veinticinco años que aún no se habían casado, como mandaba la tradición. No tener marido a nuestra edad no estaba bien visto en Villa Pepino. Bueno, ni allí, ni en toda la comarca entera. Y no teníamos novio, no porque fuésemos muy exigentes, que también, sino porque no había mucho donde elegir. Tras la ruptura con nuestros ex, a los que pillamos «de visita» en el único puticlub de la zona, en Villa Híncala Arriba, el pueblo situado más al norte, no habíamos tenido la oportunidad de conocer a nadie más. Así que esa noche nos arreglamos con la esperanza de que ocurriera un milagro.  Era sábado, Ovejo estaba en fiestas y nosotras íbamos espectaculares… ¿qué más podíamos pedir?

—¡Esto está muerto! —comenté al ver las mismas caras de siempre y la improvisada pista vacía.

—¿Una copa? —sugirió Iris.

—O dos. A ver si viendo doble pudiera parecer que el ambiente mejora.

La verbena se celebraba en la plaza principal del pueblo. Como cada año, había un escenario donde una banda local con una solista al frente del grupo amenizaba la velada. Nadie se había animado a bailar; aún era pronto para hacerlo. La gente charlaba alrededor de la pista, a la espera de que alguien diese el primer paso.

—Dos gin-tonic, por favor —pidió Iris a nuestra llegada a la barra, ubicada a un lateral de la plaza.

—Tía, eso es de viejos. A mí póngame un White Label con naranja —le demandé al camarero, un hombre de mediana edad con barriga cervecera, rostro repleto de arrugas y un desmesurado bronceado fruto de largas jornadas en el campo.

—Eres pija hasta para emborracharte. Pónganos dos —le indicó mostrándole los dedos.

—No digas eso porque por mí le pediría un manhattan —susurré inclinándome hacia ella, al tiempo que cogí dos pajitas de un vaso de plástico.

—Dudo que sepa cómo hacerlo —comentó de igual modo.

—Eso mismo estaba pensando yo.

Tras un brindis y su pertinente trago, algo llamó mi atención.

—¿Has visto a esos dos? —formulé señalando al otro lado de la plaza.

Eran dos hombres altos a los que no logramos ver de frente. Parecían estar charlando con alguien, aunque debido a su gran tamaño y corpulencia, no pudimos comprobar de quién se trataba. No parecían de allí, eso sí que lo supimos al instante, y eso nos animó. ¡Por fin íbamos a tener algo con lo que entretenernos!

—¡Como para no verlos! —soltó sin quitarles ojo—. ¡Menudas espaldas tienen!

—¿Tú qué dices? ¿Tres palmos? —pregunté entre sorbo y sorbo. Ambas lo hacíamos.

—¿Con esa anchura? Yo apostaría a que cuatro. Madre mía, como tengan la cara igual que la retaguardia…

Pese a que hablábamos con la pajita en la boca, nos entendíamos a la perfección.

—Lo que está claro es que no son de aquí —apuntillé.

—Me has leído el pensamiento.

—Y yo te lo confirmo. Esas chaquetas no son habituales por estos lares.

—Tú, como siempre, fijándote en la ropa —me soltó con tono de burla.

—Y tú en el culo —me defendí.

—Por eso nos compenetramos —dijo antes de que ambas chocáramos nuestras manos—. ¿Nos acercamos?

—Ya sabes que no me gusta ir detrás de ningún tío.

—Por si se te había pasado por alto, están de espaldas a nosotras, y si no nos ven, va a ser difícil que vengan.

Su mofa se ganó mi mirada asesina. Ella sabía de sobra que yo odiaba ir tras un hombre. Pero tenía razón, y tal vez aquella era la oportunidad que llevábamos semanas, por no decir meses, esperando. ¿Qué probabilidad había de encontrar a unos hombres con aquella planta en un lugar remoto y perdido como este?

—Venga, vamos. ¿Qué tenemos que perder? —insistió.

—No sé, tía. No lo veo claro.

—A ver, petarda, ¿cuánto tiempo llevamos sin mojar?

—Yo también te quiero —me quejé.

—Sí, sí, yo también. Pero respóndeme.

—Sabes tan bien como yo que seis meses —confesé.

—¡Exacto! Y por eso debemos ponerle remedio.

—¿Qué has hecho con mi amiga Iris y su recatamiento? —me pitorreé.

—Hay que pasar página, y me da que esos dos nos van a venir al pelo para mojarnos el dedo.

—¿Qué dices? —No entendía nada. Ella no era así.

—Ya sabes lo que quiero decir.

—No, no lo sé. Deberías controlarte porque me da que el señor Label está hablando por ti.

—El señor White Label puede decir lo que quiera. Pero tú y yo vamos a darnos una alegría, que nos la merecemos. Venga, colócate las tetas y vamos a por ellos.

Iris tenía razón, había llegado el momento de pasar página y de deshacernos de tabúes. Pero yo odiaba tener que ir detrás de un tío. Tengo que reconocerlo, era una chapada a la antigua; detestaba ser yo quien diera el primer paso. Era de la idea de que la mujer debía ser conquistada y no al revés, de que debía ser la cazada y no el cazador. Nunca se lo confesé a ella, pero siempre pensé que debía haber nacido en otra época; una en la que los caballeros luchasen por conseguir a una dama. Muchas de las cualidades de tiempos remotos se habían perdido en la actualidad; lo cual a mi parecer era un retroceso en lugar de un avance. En pleno Siglo XXI ya nadie solía ceder el paso a una mujer, abrirle puertas o esperar a que ella fuese la primera en tomar asiento. Ahora todo era muy distinto. «¿No queréis igualdad?» solía escuchar cuando un hombre se excusaba por su falta de caballerosidad. «¿Qué tendrá que ver la igualdad salarial con los valores y la educación?», solía cuestionarle yo. ¡La hidalguía había muerto! Y mi raciocinio también, porque pese a mis ideales, acabé aceptando su proposición y cruzando la plaza con ella.

—¿Dónde están? —pregunté al llegar a donde segundos antes estaban y no verlos.

—Estaban aquí hace un momento —se quejó Iris quien, al igual que yo, no dejaba de mirar hacia todos lados.

—Dime que no eran fruto de nuestra imaginación.

—Que no, que yo también los he visto. Además, ya sabes que el alcohol no me afecta como a ti.

No había ni rastro de ellos. Era como si de pronto la tierra se los hubiese tragado. Pero eso mismo deseamos cuando, sin quererlo, nuestra búsqueda acabó pasándonos factura.

—¿Nos estáis buscando? —soltó con prepotencia y chulería Aniceto, mi ex.

—No tengo otra cosa mejor que hacer —me quejé. Era la última persona a la que deseaba ver.

—Nos vemos en los mejores sitios —añadió Gumersindo, el ex de Iris, a la que miraba con desdén.

—Si tú lo dices —respondió ella intentando hacerse la fuerte.

—¿Has venido corriendo desde Pepino? —me preguntó Aniceto.

—¿Qué? No, ¿por qué? —No entendía a qué venía aquello. No iba sudada ni nada por el estilo.

—Porque te veo más delgada —contestó mirándome de arriba abajo.

«¿Se podía ser más idiota?». Ya os lo digo yo: NO.

—Bueno, tenemos que irnos —anuncié mirando a Iris para que cogiera la indirecta directa.

Pero ella parecía estar demasiado ocupada escuchando lo que quiera que el sinvergüenza de su ex le estuviese diciendo al oído.

—Tú siempre con tus adulaciones —comentó sonrojada. 

—No sé qué es eso, pero saliendo de tu boca, suena bien. 

—Si me lo repites, igual te lo explico —le pidió coqueta.

¿Se le había caído un tornillo por el camino o qué? ¿Cómo podía flirtear con el tío que le había roto el corazón?

—Al menos tu amiga tiene educación —me recriminó Aniceto.

—Yo no tengo nada que escuchar de ti, si es a lo que te refieres —me defendí sin mirarlo.

—Te conozco. Y sé que por mucho que te hagas la dura, sigues sintiendo algo por mí.

«¿Aparte de asco? Lo dudaba».

—¿Eso crees? —inquirí sabiendo que necesitaría varias vidas para conocerme. Y ni con esas.

—No solo lo creo. Lo sé —aseguró.

—Me alegro por ti —solté con desdén.

Pero cuando iba a llevarme a Iris de allí para alejarnos lo máximo posible de ellos, Aniceto se me adelantó.

—Ha sido un placer veros y saber que seguís enamoradas de nosotros, pero debemos irnos. Nuestras chicas nos esperan.

Y se largaron sin más.

Iris no pudo ni cerrar la boca de la cara que se le quedó. Yo, en cambio, casi acabé quebrándome los labios de la fuerza con la que los apreté. Allí paradas, y sin saber muy bien qué decir o hacer, nos quedamos contemplando cómo nuestros ex cruzaron la pista hasta llegar a la barra, donde se reunieron con dos féminas, cuyos rostros nos eran familiares. Si nuestro encuentro con ellos ya había sido de mal gusto, aún lo fue más averiguar que aquellas dos mujeres, a las que se habían referido como «sus chicas», eran nada más y nada menos que las propietarias del puticlub de Híncala Arriba.

Cabreada como pocas veces en mi vida, enfadada porque la noche no estaba saliendo precisamente como habíamos planeado, y enojada por descubrir quiénes eran las causantes de que Iris y yo llevásemos una cornamenta que a buen seguro sería la envidia de cualquier ciervo que se preciara, la agarré del brazo y la arrastré hasta ellos.

—¡Hola! —nos saludó el tonto del pueblo apareciendo de pronto, interponiéndose entre nosotras y lo que iba a ser mi mayor arrebato—. Sé bailar salsa —anunció.

—Me alegro. Enhorabuena. Hasta luego —dije pretendiendo esquivarlo.

Pero él no se dio por enterado, y siguió insistiendo sin apartarse.

—Sé bailar salsa.

—Ya nos lo cuentas otro día. Es que… tenemos que irnos —anunció Iris uniéndose a mí en un vano intento por deshacernos de él.

El pobre no tenía culpa, pero, además de feo, su cabeza era tan grande que no lográbamos ver nuestro objetivo. Ni siquiera con ella delante lográbamos que las luces altas de la plaza nos dieran en la cara.

—¿Sabes qué sale si cruzas un chucho con un minino? —nos preguntó sin la menor intención de dejarnos. Todo el mundo sabía que cuando le daba por alguien no lo soltaba ni con agua caliente—. ¡Un chumino! —se respondió a sí mismo, gritando y riendo de forma escandalosa, llamando la atención de cuantos nos rodeaban.

—Tía, deshazte de él —le cuchicheé a Iris.

—Eso intento, coño.

—Sé bailar salsa —insistió el tonto volviendo a la carga. Debió aprender la frase aquella misma tarde porque no dejó de repetirla.

—Vale, vale, nos hemos enterado —protesté harta de escuchar siempre la misma cantinela. Lo más impresionante era que no nos dejaba avanzar ni un paso.

—¿Tú sabes bailar salsa? —le preguntó a Iris.

—Y merengue —mascullé entre dientes.

—¡Merengue! —gritó loco de contento—. A mí me gusta el merengue. ¡Merengue bueno!

—Buena cosa le has dicho —me riñó ella en un susurro.

—No esperaba que lo oyera, joder.

—Es tonto, pero no sordo.

—Ya lo veo.

—¡Mi mamá me da merengue! Me hace tartas cuando me porto bien.

—Así que te gusta el merengue —comentó Iris.

—¿Qué haces? Tú dale coba que no salimos de aquí ni cuando amanezca.

—¿Sabes quién tiene mucho merengue y te puede dar todo el que quieras? —le preguntó con sonrisa picarona

—¿Quién? —Al pobre se le salían los ojos de las órbitas de la emoción.

—Mira. ¿Ves a aquellos cuatro que están al final de la barra? —dijo señalando a nuestros ex y a sus dos «chicas»—, tienen un montón guardado. Ellos te dirán que no tienen, pero tú no te lo creas. Lo tienen guardado en los pantalones y ellas en el bolso.

Para mi asombro, su idea funcionó, y el tonto del pueblo se fue directo hacia donde ella le había indicado. En segundos, se montó un buen espectáculo cuando el hombre comenzó a meterles mano y a toquetearles por todas partes en busca del merengue.

En otro momento nos hubiésemos partido de risa, e incluso Iris lo hubiese grabado para subirlo a YouTube, pero ambas nos moríamos por largarnos de allí. Así que, satisfechas por habérsela devuelto a nuestros ex, nos dirigimos hacia el extremo opuesto de la barra de donde ellos estaban, y llamé al camarero.

—Una botella de whisky, por favor.

—No vendemos botellas, señorita. 

—¿Cuánto quieres por una y tu silencio??

—¿Qué haces? —murmuró Iris con disimulo—. Va a creer que somos de la mafia.

—Me da igual lo que crea —dije de igual modo—. ¿Treinta euros le parece bien? —le pregunté al hombre, sacando la cartera del bolso.

—No quiero problemas —anunció el camarero mirando de soslayo a su alrededor. 

—No te los daremos —aseguré—. Si nos la vendes, te doy mi palabra de que nos iremos. 

—Te guardaremos el secreto —añadió Iris, uniéndose una vez más a mí.

El hombre se lo pensó durante un instante, hasta que, finalmente, se giró tras él, cogió una botella que introdujo en una bolsa, y nos la entregó.

—Largaos antes de que me arrepienta.

—No nos has visto. ¿Entendido? —Iris se vino arriba, y le señaló con el dedo al más puro estilo de Al Capone.

—¡¡Será posible!! —refunfuñó el camarero tras coger el dinero y marcharse hacia la otra punta de la barra negando con la cabeza.

 

***

—¿Y ahora qué? —me preguntó Iris pasándome por enésima vez la botella.

Estábamos dentro del coche, en un descampado a una distancia prudencial de la fiesta. De fondo se veían las luces de la plaza y se escuchaba la música de la banda.

—¿No queríamos ponernos ciegas? Pues ya lo tenemos, ¡hala! —respondí dándole un trago que bien me hubiese hecho perder mi mote. Vamos, que la chupé como si no hubiese un mañana.

—No era así como quería hacerlo —balbuceó. La media botella de whisky que llevábamos en el cuerpo ya se nos empezaba a notar en el habla.

Sus palabras eran ciertas. Ninguna de las dos habíamos planeado acabar la noche de aquel modo, aunque aún era pronto para regresar a casa, y preferimos seguir ahogando nuestras penas en alcohol.

—¡Nos pusieron los cuernos con ellas! —farfullé, necesitando desahogarme, al cabo de un rato.

—Lo sé —Iris estaba igual de hundida que yo.

—Y nosotras creyendo que se trataba de una cana al aire.

—¡Son unas putas! —soltó con desprecio, dirigiéndose hacia las luces de la plaza.

—Sabes que no, colega. Ellas son las dueñas del puti —le aclaré. 

—No sé qué jode más.

Iris me quitó molesta la botella de las manos, tomó aire, y dio un trago de esos que te hacen arder la garganta antes de devolvérmela.

—¡¡¡Dios, necesito salir de aquí!!! —gritó a pleno pulmón, bajando la ventanilla.

—¡Tía, avisa antes! Me has dado un susto de muerte —farfullé llevándome la mano que tenía libre al corazón.

—Lo siento, pero es que tenía que soltarlo.

—Tranquila, si lo más gracioso es que tienes razón. Yo también estoy deseando largarme de aquí. Por suerte, ya queda menos.

Creo que dije eso más para auto-convencerme que porque lo creyese realmente.

—Necesito irme a Estados Unidos —anunció dejándose caer sobre el asiento.

—¿No podrías escoger un sitio más cercano? Como Madrid, por ejemplo.

—La capital te la dejo a ti. Yo quiero largarme ¡lo más lejos que pueda!

—No necesitas cruzar el charco —gruñí dolorida por la sola idea de acabar tan separadas la una de la otra—. Podríamos irnos a la capital y alquilar un piso. ¡Ay! ¿Te imaginas? Viviríamos juntas y pasearíamos cada tarde por la calle Serrano.

—Sí, claro. Y en lugar de vivir en un pequeño apartamento, viviríamos rodeadas de lujo y ropa de marca —se burló.

—Tú ríete, pero yo tendré todo eso algún día.

—¡Claro que sí, guapi! Y serás la nueva Preysler, y te llamarán para anunciar Porcelanosa.

—¡A ver, lista! ¿Y tú? —pregunté pasándole de nuevo la botella—. ¿Para qué te quieres ir a Estados Unidos? ¿Para ser Oprah Winfrey?

—No, prefiero seguir siendo rubia —afirmó apartándose una guedeja de pelo para beber.

—Vale, entonces, ¿quién te gustaría ser?

Habíamos tocado este tema varias veces, pero nunca me había dicho en quién le gustaría convertirse.

—Me gustaría ser Bill Gates —anunció de pronto limpiándose la barbilla tras un último trago no muy acertado.

—¿Bill Gates? —pregunté incrédula.

—Sí.

—¿No te habrás equivocado? —insistí.

—No, ¿por qué?

—¡Pero si es un tío! —grité partiéndome de risa mientras le quitaba la botella de las manos.

—Coño, ¡qué lista!

—¿Por qué quieres transformarte?

—Tía, ¿cuánto has bebido?

—Lo mismo que tú, ya lo sabes —dije empinándomela una vez más—. Y no cambies de tema. Dime, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a operarte?

—¿Quién ha dicho de operarme? —A Iris le costaba acabar bien una frase sin atrancarse. 
—No quiero que te operes. Los tíos son una mierda.

—¡Que no voy a operarme! —repitió alzando la voz.

Pero yo pasé de escucharla. El whisky hablaba por las dos, y así seguimos hasta que la última gota atravesó su garganta.

—Ya no queda —anunció volcando la botella boca abajo.

—Pues no pienso volver a por más.

—Yo tampoco. 

—Por cierto —dije alzando un dedo—, ¿quién de las dos va a conducir hasta Pepino?

—Yo estoy muy mal de lo mío, tía —me respondió negando con la cabeza.

—¡Mira la lista! ¿Y cómo te crees que estoy yo? 

—Pues pasamos aquí la noche —propuso mirando a nuestro alrededor. Solo había campo, maleza y unos pocos árboles.

Me tomé mi tiempo en responder. Mi cabeza iba a su propia velocidad, vamos, más lenta que un caracol cuesta arriba. Al cabo de un rato, y tras sopesarlo muy mucho, caí en la cuenta de que su idea no era tan descabellada como en un principio me pensaba. Al fin y al cabo, teníamos lo necesario para dormir: dos asientos y el cielo cubierto de estrellas sobre nuestras cabezas.

Aceptada su propuesta, me dispuse a buscar la ruedecilla para echar hacia atrás el respaldo cuando, de pronto, se levantó una brisa que truncó nuestros planes y nos hizo cambiar de opinión.

—¡Mierda! —gritó Iris tapándose la nariz.

—¡Joder, no hay quien lo aguante! —le seguí.

De todos los sitios y rincones que tenía Despelúcame el Ovejo, habíamos ido a parar a un bancal lleno de estiércol.

—¡Arranca, tía, por dios! —me gritó.

—¡Será si encuentro la llave! —No la localizaba por ninguna parte.

—¡Pero si están puestas, petarda!

El hedor era tan intenso, que me costaba hasta respirar. Conteniendo la respiración todo lo que me daba de sí, logré girar la llave y encender el motor. Pero cuando metí la marcha, me di cuenta de que el coche no avanzaba.

—Esto no va —anuncié cubriéndome media cara. 

—¡Sal de aquí, por tu madre! —No era fácil entenderla con la mano tapándole la boca.

—¡Eso intento, pero te digo que no funciona!

El olor era cada vez más intenso y ya no sabía qué hacer.

—Se habrá roto —añadí buscando alguna luz roja de avería en el salpicadero.

—Tía, ¿los árboles andan? —me preguntó Iris mirando por la ventanilla.

—Primero te quieres convertir en un tío y ahora ves visiones. ¡Haz el favor de no beber más!

—¡Si no queda!

—Vale, perfecto. ¡Joder, no puedo con este olor, y el coche no va! —me quejé. Empezaba a ponerme nerviosa de verdad.

—Tía, tú dirás lo que quieras, pero este árbol antes estaba allí —anunció mirando por la ventanilla.

No entendía la manía que le había dado con el dichoso arbolito, aunque mi parte maruja me hizo mirar hacia el lugar donde ella señalaba. Cuando me di cuenta de lo que pasaba, pisé el pedal del freno con todas mis fuerzas. En lugar de meter primera, había metido la marcha atrás. No caí en la cuenta de avisarla, y de la inercia de la frenada, acabó estampándose contra la guantera del coche.

—¡Eh, toro! —soltó al separarse y regresar a su posición en el asiento.

—¡No fastidies! ¿Dónde? ¡Ay, no, por favor, lo que me faltaba! —grité presa del pánico.

Me encantaban los animales, excepto los que sobrepasaban la altura de mi cintura.

—¿Dónde está quién? —preguntó mirándome como si me faltasen media docena de tornillos.

—¿A mí me lo preguntas? Tú sabrás. ¡Si has sido tú quien lo ha visto!

Estaba muerta de miedo, el corazón me latía con fuerza y yo no dejaba de mirar hacia todos lados en busca del dichoso bicharraco. Necesitaba dar con él, ubicarlo para saber en qué dirección huir. Iris, en cambio, me observaba más pancha que la alfombra de un oso pardo.

—Tranquila —dijo con voz suave, pasándome la mano por la cabeza como si fuese un gato y ella mi dueña.

—¡No me pidas que me calme que eso me pone aún más nerviosa! —dije apartándole la mano. 

—Si supiera qué te pasa, igual...

—Iris, ¡joder! ¡¡¡Dime dónde está el puto toro que podamos largarnos de aquí!!!

—¿Qué toro? —preguntó alzando los hombros sin entender nada.

Una nueva brisa, esta vez mucho más intensa que la anterior, hizo que el hedor nos llegase con más intensidad. Aquello me hizo reaccionar, y sin importarme si lo atropellaba o le hacía un simple rasguño al animal, logré sacar el coche del descampado y conducirlo hasta la carretera.

—Ve despacio y no pasará nada —me aconsejó Iris en un vano intento por calmarme.

—¡No me digas lo que tengo que hacer después de haber pasado de mí! —me quejé, aún con el susto en el cuerpo. 

—¿Yo? ¿Cuándo he pasado yo de ti? —Iris se hacía la sorprendida, y eso me cabreaba aún más.

De camino a Villa Pepino, Iris me explicó que había sido solo una expresión, que no había ningún toro, y que lamentaba haberme asustado.

—Ha sido sin querer. Lo siento —se disculpó por enésima vez al adentrarnos en el pueblo.

—Ven aquí —le pedí alargando el brazo para que me abrazara.

—Tía, vas conduciendo.

—Yo controlo, no te preocupes. Me conozco esto como la palma de mi mano. Además, mira, no hay nadie por la calle —dije ojeando a ambos lados.

—Tienes razón. ¡Ay, que te quiero, mi Tami! —gritó abalanzándose sobre mí.

—¡Y yo a ti, mi Bill Gates!  

El abrazo sellaba así nuestra pequeña rencilla. El cariño que había entre nosotras era mucho más importante que cualquier disputa que pudiéramos tener. Pero aquella muestra de afecto, sumado al alcohol que corría por nuestras venas, provocó que acabara estampando el coche contra algo.

—¡Joder, joder, joder! —Repetí una y otra vez abriendo los ojos de golpe. Apenas los había cerrado unos segundos.

Iris me miraba con la cara desencajada. El estruendo había sido enorme, demasiado para la velocidad a la que íbamos.

—¿Estás bien? —le pregunté queriendo asegurarme de que estaba de una pieza.

—Yo sí —respondió en un hilo de voz. No sabía cuál de las dos estaba más nerviosa—. ¿Y tú?

—Sí, sí. Yo también —dije tocándome para comprobar que no me faltaba nada.

Ambas parecíamos estar bien. Pero dejamos de estarlo en cuanto miramos hacia delante y nos dimos cuenta de contra qué habíamos chocado.

—¡¡¡¿Qué has hecho?!!! —grité enloquecida.

—¡¡¡¿Yo?!!! ¡Pero si has sido tú!

—¡Yo estaba con los ojos cerrados! —me justifiqué.

—Y yo, ¿qué creías que hacía? ¿Contar ovejas?

—¡Confiaba en ti! —despotriqué.

—¡Mal hecho, chata! ¿A quién se le ocurre?

El corazón se me iba a salir por la boca. Podía sentirlo bombeando en mi garganta. Me temblaba todo el cuerpo y no fui capaz ni de salir del coche. Dudaba del aguante de mis rodillas si lo hacía.

—Y, ¿ahora qué hacemos? —pregunté en un manojo de nervios.

—¡Huyamos, ahora que podemos! ¡Arranca el coche y vámonos!

—¿Cómo vamos a irnos con lo que hemos hecho?

—Precisamente por eso. Mete la marcha atrás y larguémonos.

—¿Y si nos ha visto alguien?

Sin necesidad de decir nada más, las dos nos apresuramos a mirar por las ventanillas. Lo hicimos hacia todos lados, delante, detrás, por los espejos retrovisores, e incluso en el interior del coche, por si acaso.

—No hay nadie. Están en Ovejo. ¡Arranca! —repitió.

—¡Está bien, está bien! —grité metiendo la marcha.

Y así fue como, tras una noche que parecía ser prometedora, se convirtió en el principio de una auténtica pesadilla. Por una muestra de afecto, por una tonta confusión, por culpa del estiércol, o simplemente por capricho del destino, Iris y yo acabamos cargándonos a Don Pepino, el mismísimo patrón del pueblo, y con él… varios siglos de historia.






García de Saura

Autora Novela Romántica





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