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¡HUYAMOS, AHORA QUE PODEMOS! Vol. 2

Cuando Ana e Iris pensaron que ya nada podría fallar en su confabulación por librarse de la justicia, un nuevo revés amenazó con destruirlo. Alguien más sabe la verdad de lo que ocurrió la noche del accidente en la que se cargaron a Don Pepino, patrón del pueblo, y su plan corre peligro.

En medio de la vorágine, las chicas se irán de viaje con los chicos, Filomeno y Ataúlfo, dos hombres en los que confiaron y que las ayudaron desde el principio sin pedir nada a cambio. ¿O era solo lo que a ellas les hicieron creer?

Descubre el desenlace final de esta apasionante, divertida e intrigante historia, donde nada es lo que parece, y todo parece lo que es.

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Lee el primer capítulo

Capítulo 1

ANA

Tierra, trágame

 

Cuando mi padre me soltó aquello, mi mundo se desmoronó. Podía, incluso, visualizar cómo la tierra se abría bajo mis pies, y a mí precipitándome por ella. Como si de una película de fantasía o de ciencia ficción se tratase, la luz desaparecía, y todo cuanto me rodeaba se tornaba oscuro y sombrío. Me veía a mí misma estirando los brazos, tensando cada uno de mis músculos para intentar aferrarme a cualquier cosa que pudiese detener la caída. Pero la culpa era tan pesada que todo esfuerzo resultaba inútil. Mi padre me había descubierto, y yo solo podía reconocer que estaba en lo cierto.

—Papá, yo lo… lo…

Un nudo en la garganta me impidió seguir. Me sentía responsable, tremendamente avergonzada, y acabé llorando ante su atribulada mirada.

—Al menos lo reconoces. Y eso te honra.

—Papá —susurré.

—Lo sé, hija. Te conozco y sé que no fue a propósito —dijo con una amabilidad que no merecía.

Negué con la cabeza, y él continuó.

—Pero por más que intento entenderlo, no consigo hacerlo. Dime qué ocurrió. ¿Qué se te pasó por la cabeza para acabar haciendo lo que hiciste?

—Papá, fue un accidente —me defendí, saboreando la salinidad de mis lágrimas cuando estas invadieron las comisuras de mis labios.

—Pero cuéntamelo, porque no lo entiendo. Por más vueltas que le doy, no comprendo cómo pudiste llegar a ese extremo. Tú no eres así. ¡Nunca lo has sido!

—Iba borracha —confesé aun a riesgo de acrecentar su decepción.

—Esa era la única explicación que le encontraba. Continúa —me pidió en un hilo de voz.

Durante un rato, y sin poder parar de llorar, le conté todo lo que había ocurrido. Dejando a un lado el motivo por el que Iris y yo cruzamos la plaza del pueblo, le narré hasta el último detalle desde nuestro encuentro con nuestros ex, hasta el momento en que nos cargamos la escultura.

—¿Te das cuenta de lo ridículo que suena eso? —Asentí—. ¿Por un abrazo? —Repetí el gesto—. Es lo más estúpido que he escuchado nunca.

—Pero es la verdad —me justifiqué.

—¿Acaso no has aprendido nada en todos estos años? ¿Acaso no te ha servido de nada la educación que te hemos dado tu madre y yo?

—Por supuesto que sí —me defendí—. Solo fue una mala casualidad, papá. ¿Tú nunca te has emborrachado?

Necesitaba que se pusiera de mi parte. Él había sido joven, de eso estaba segura. Solo era cuestión de hacerle entender que no fue más que un error, fruto de una noche que no salió como esperábamos.

—No se trata de eso, Ana. Todo el mundo sabe que si se bebe lo último que hay que hacer es coger el coche.

—No teníamos otra forma de venir —me justifiqué.

—¡Pues haberme llamado!

En aquel momento lo que más me dolió no fue que me alzara la voz. Ni siquiera que pudiese llamar la atención de los vecinos, si no lo había hecho ya. Lo que me rompió el corazón… fue su mirada. Sus ojos no pudieron ocultar la rabia y la pena que la situación le provocaba, que yo le estaba provocando. Ambos estábamos nerviosos, pero yo era la única responsable, y debía hacer todo lo que estuviese en mi mano para intentar apaciguarlo. Fue entonces cuando, enfrentándome a su abatida mirada, le confesé:

—Puede que no sirva de mucho, pero quiero que sepas, papá, que he pasado una semana de mierda —Él iba a decir algo cuando lo detuve—. Déjame acabar —le pedí con un gesto con la mano. Él asintió, y yo continué—. Sé que no te gusta que emplee este tipo de palabras, pero no se me ocurre otra forma de catalogarla. Ha sido una semana horrible, en la que Iris y yo hemos intentado por todos los medios solucionar el problema. Sí, sé que cometí un error, lo asumo, pero en aquel momento nos entró el pánico y lo único que se nos ocurrió fue salir huyendo. Ideamos un plan, aunque tampoco sirvió de nada. Antes de que nos diésemos cuenta medio pueblo estaba empapelado y la científica ya estaba encargándose del caso. Papá, lo siento mucho, no sabes cuánto. Siento haberme cargado a Don Pepino, siento no haber dado la cara, pero, sobre todo —tragué saliva para poder continuar. De nuevo el nudo en la garganta me impedía hablar con claridad—, lo que más siento de todo, es haberte defraudado. Perdóname, por favor.

Mi padre dejó el vaso sobre la mesita que tenía frente a él, y con lágrimas en los ojos, me susurró:

—Ven aquí.

Sus brazos me acogieron como cuando era pequeña, como cuando tenía miedo porque creía que por las noches había alguien dentro de mi armario y él me abrazaba demostrándome que era el hombre más valiente del mundo. No recuerdo haber llorado más en toda mi vida que en aquel tiempo que estuve entre sus brazos. En silencio y arropada por su incondicional cariño, dejé que mis lágrimas cayeran a sus anchas. Que le mojara su camiseta era lo de menos. Aquella humedad era fruto del arrepentimiento y la vergüenza, pero también del inmenso amor que nos unía y que, pese al disgusto inicial, mi padre no dudó en ofrecerme. Mi instinto maternal aún no se había despertado, tan solo tenía veinticinco años, pero desde ese instante me juré que cuando llegase el momento y me convirtiera en madre, sería como él. Me hice la promesa de no defraudarlos nunca y de que, aunque ellos, mis futuros hijos, me hiciesen vivir situaciones duras como la que yo acababa de hacerle pasar a mi padre, nunca les fallaría ni les faltaría el cariño de su madre. No iba a ser fácil, no suele serlo y era consciente de ello. Pero solo tenía que tomarlo a él como ejemplo y, sobre todo…, recordar aquella noche en el porche.

Al cabo de un rato, tras un silencio roto únicamente por mis sollozos y su intensa respiración, nos adentramos en casa. Hacía frío, se había hecho demasiado tarde, y ambos teníamos que madrugar.

—Buenas noches, hija —se despidió de mí al llegar a la altura del salón.

—Papá, espera —le detuve al recordar sus palabras al llegar—. ¿Qué te ha dicho el abogado?

Él regresó tras sus pasos, y con un rápido gesto con la mano señaló hacia la cocina a modo de invitación. Yo acepté sin dudarlo, y le seguí hasta allí.

—¿Un vaso de leche? —me preguntó abriendo el frigorífico.

—Sí, por favor —respondí sentándome a la mesa.

Es curioso, pero creo recordar que era la primera vez que mi padre y yo compartíamos un momento así. Nunca antes nos habíamos reunido allí de madrugada, y mucho menos sin la presencia de mi madre.

—Pese a que aún no conocía los detalles, lo llamé porque necesitaba su opinión y saber a qué nos enfrentamos.

El hecho de que se incluyera en el delito, me agrandó el alma. Nadie podría sentirse más orgulloso de un padre como yo en aquel instante.

—Se te acusaría por delito contra el patrimonio —anunció mientras las tazas daban vueltas en el microondas—. Don Pepino no es una escultura cualquiera, y su destrucción conllevaría más pena que cualquier otra obra del pueblo.

—Iré a la cárcel, ¿verdad?

Apenas me salía la voz. Desconozco de dónde saqué las fuerzas para formularle la pregunta, aunque me alegré después de hacerla. Todo dependía de su respuesta.

—No cree que la cosa llegase a tanto.

—¿En serio?

No sabía si gritar, saltar o ponerle un altar al susodicho abogado.

—No tienes antecedentes penales, así que, según sus propias palabras, se suspendería la pena de prisión. Como mucho te condenarían a una multa o a realizar trabajos para la comunidad.

—No lo das por hecho. ¿Por qué? —cuestioné con los ojos anegados.

El microondas pitó, y en silencio lo observé sacar las tazas. Inquieta aguardé su respuesta, aunque tuve que esperar a que continuara con el azúcar, las cucharillas y el chocolate soluble, antes de que tomase asiento a mi lado.

—Porque aún no te han pillado —respondió con calma sin apartar la vista de la mesa.

—¿Qué quieres decir?

—Ana, sabía que no lo habías hecho a posta, y supuse que era porque ibas bebida; no había otra explicación posible —se justificó—. Así que llamé al abogado. Le di una versión muy similar a la que me has contado, con la esperanza de que fuese cierta, y en confianza él me dijo que lo mejor que pudisteis hacer fue huir.

—¿Hablas en serio?

—Sí. No sé mucho de leyes, pero sí de las repercusiones de los delitos. Tenía miedo que acabases entre rejas, y por eso le llamé. Cosí al pobre hombre a preguntas, aunque por suerte es amigo mío desde hace años y sé que no me lo tendrá en cuenta.

—¿Lo conozco?

—No. Lo conocí en la ciudad, casi al mismo tiempo que a tu madre.

—Nunca me has hablado de él.

—Porque nunca creí que lo necesitara.

Aquello fue un golpe bajo, pero me lo merecía después de tanta condescendencia.

—Me dijo que lo peor hubiese sido que os hubiesen pillado. De dar positivo en la prueba de alcoholemia, nadie, ni siquiera él, os hubiese podido librar.

El vello se me erizó en respuesta.

—Todos estos días he pensado justo lo contrario —confesé.

—Me lo imagino. Anda, tómate la leche.

Ambos bebimos de nuestras tazas sin dejar de pensar en lo que acababa de decir.

—¿Y qué vías tengo? —quise saber.

—De momento no vamos a hacer nada. Lo mejor, según él, es esperar acontecimientos.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—¿Cómo lo has sabido?

—Ana, no hace falta ser detective para saberlo. Llevas días sin parar por casa, cenando y durmiendo fuera. Y lo más evidente de todo, el coche no está en el garaje y vas siempre en el de Iris.

—Ya. Supongo que era cuestión de tiempo que lo averiguaras.

—Por cierto, ¿dónde está el coche?

«Eso quisiera saber yo», pensé.

—En un taller a las afueras de la comarca.

No sé qué dije, pero mi padre comenzó a reír a carcajadas.

—¿De qué te ríes?

Él intentó responder, pero cada vez que parecía que iba a hacerlo volvía otra vez a troncharse. No tenía ni idea de lo que se le pasaba por la cabeza, lo del taller tampoco había sido tan gracioso, aunque acabé contagiándome de su risa.

—Eres el colmo de un funcionario de prisiones. Como delincuente no tienes precio —remató antes de volver a descojonarse a mi costa.

No sé si fue fruto del momento o que le había echado algo a la leche, pero el caso es que los dos acabamos riendo durante un buen rato. En esa ocasión las lágrimas que salieron de mis ojos no fueron de pena. Y pese a que estas me impedían verle con claridad, supe que jamás borraría de mi memoria aquel momento íntimo con mi padre.

***

Cuando a la mañana siguiente le conté lo ocurrido a Iris mientras desayunábamos en La Tapa, esta puso mil y una caras. La primera, fruto del desconcierto inicial, fue cuando le solté que mi padre lo sabía todo.

—¿Todo, todo? —me cuestionó con mirada picarona.

—Evidentemente no, hija. Hay cierta parte de la historia que tuve que omitir.

—Ya decía yo. ¡Anda, que solo le faltaba enterarse de que te has enamorado!

—¡Yo no me he enamorado! —me defendí molesta.

—Ah, ¿no? ¿Y por qué tienes esa cara de lela desde que te he recogido en tu casa? Estás hablando conmigo, chata, a mí no tienes que ocultarme nada.

—¿Y qué me dices de ti? Tú estás igual de enchochada que yo o más, así que no me vengas con milongas.

—Lo mío es distinto —aseguró.

—¿Perdona? Hasta donde yo sé las dos estamos en el mismo punto con los chicos.

—No exactamente.

—¿Qué quieres decir?

—Yo he mojao y tú no.

Iris se rio de mí todo lo que quiso y más, y yo no tardé en defenderme.

—Mañana mismo le pongo remedio a eso.

—Vale, cuéntame el resto —me pidió.

Vosotros ya lo conocéis. Se alegró, al igual que yo, de lo que había dicho el abogado. La cárcel estaba descartada, aunque no así, la imputación y su correspondiente multa o sentencia.

—Espero que no sea mucho, porque si no, no sé cómo lo vamos a pagar —comentó.

—Iris, fui yo —aseguré en una coyuntura de sinceridad—. Tú no tienes que poner nada de tu bolsillo.

—¡De eso nada! —me alzó la voz dolorida—. ¿Crees que te voy a dejar sola? Lo que tenga que ser, que sea para las dos por igual.

—Te agradezco tu lealtad hasta el infinito, pero sabes tan bien como yo que para el juez solo hay una culpable.

—Pues se lo explico, y listo.

—¡No digas tonterías!

—¡No las digas tú! Si hay que hacer trabajos a la comunidad los haremos juntas.

—Si me mandan a barrer, ¿qué vas a hacer? ¿Sujetar la escoba con una mano y yo con la otra?

—Hay miles de escobas en el mundo, ¿lo sabías?

—Era sarcasmo.

—Y lo mío sinceridad, así que deja ya escurrir el bulto. Lo que tenga que ser, será para las dos, ¡y se acabó!

Me sentía tan orgullosa y afortunada por tenerla, que me lo vio en los ojos.

—No me mires así —se quejó simulando estar enfadada—. Tú harías lo mismo por mí.

Sin importarme quién nos mirase ni lo que pudieran pensar, me levanté y me abalancé sobre ella para abrazarla.

—Te quiero, tía.

—Y yo a ti, Plazas.

—Te tengo dicho que no me llames así —gruñí separándome de ella y regresando a mi asiento.

—Me sale solo —se justificó partiéndose de risa.

—¿Sabes qué es lo peor de todo? —pregunté tras darle un nuevo sorbo a mi té—. El linchamiento popular. Cuando todos lo sepan, vivir aquí se hará insoportable —susurré mirando en derredor.

—Míralo de este modo. Solo será mientras tengamos que hacer los trabajos. Después, nos largaremos del pueblo para siempre. ¡Es la excusa perfecta!

—Siempre sacas el lado positivo a todo. No sé cómo lo haces.

—Es cuestión de perspectiva —remató alzando las cejas, y volviendo a retomar su desayuno.

—Buenos días, bonitas mías —nos saludó de pronto don Minervino, el párroco del pueblo al acercarse a nuestra mesa, vestido con su característico alzacuello y portando una carpeta en la mano.

—Buenos días, padre —respondí.

Iris no era creyente, algo que a su madre le disgustaba sobremanera y no llevaba demasiado bien, y solo le dijo un simple «hola».

—¿Qué? Tomando fuerzas para ir a trabajar, ¿verdad?

—Sí, padre —respondí.

—Eso está bien. Seguro que podréis ayudarme —añadió.

Iris me miró con el ceño fruncido, gesto que no pasó desapercibido para el párroco.

—Estoy recogiendo firmas para que, ahora que Don Pepino ha pasado a mejor vida, San Judas vuelva a ser el patrón del pueblo. ¿Qué decís? ¿Me echáis una firmita?

Don Minervino me puso la carpeta delante para que no pudiese negarme. Aquel hombre podía llegar a ser muy pertinaz cuando se lo proponía. De soslayo, vi a Iris inclinando y girando la cabeza para que no viera que se estaba descojonando. Tuve que esforzarme para no acabar contagiándome por ella.

—Claro, padre. Dígame dónde hay que firmar.

El hombre me cedió un bolígrafo, y tras dejarle mi rúbrica y mi número del D.N.I., le pasé la carpeta a Iris.

—Toma, te toca —Esta vez era yo la que se iba a reír.

—¿Qué? No, gracias.

—Hija, échame una firmita —le pidió el cura.

—Sabe de sobra que no soy cristiana —se defendió ella.

La escena no tenía desperdicio. ¡Iris hablando con el cura! Me dieron ganas hasta de grabarlo. Ella solo había pisado la iglesia el día de su bautizo, y porque no tuvo más remedio, pues apenas tenía dos meses y lo hizo en brazos de su madre.

—Dios perdona incluso a los que no creen en su Iglesia —contestó el hombre.

Ella resopló con tanta fuerza que levantó la guedeja de pelo que le caía a un lado de la cara.

—Verá, no quiero ofenderle con lo que le voy a decir, pero…

—Pues mejor no lo digas, hija mía —la interrumpió—. Ya sabes lo que dicen: si al hablar no has de agradar, es mejor callar.

Yo ya no sabía cómo retener la risotada. Iris se puso colorada, tirando a un color morado de la rabia que le estaba entrando. Imaginaba la cantidad de burradas que era capaz de soltarle al cura y que, por fortuna, prefirió guardarse para sí misma.

—Trae —claudicó arrebatándome la carpeta de la mano.

Con toda la rabia que la estaba consumiendo, y a una velocidad que ni los famosos con una cola infinita de fans, firmó antes de devolverle la carpeta al párroco.

—Muchas gracias, hija. Dios te lo pagará.

—Sí, con media docena de hijos y una mansión en Los Hamptons—masculló ella por lo bajini.

El cura hizo oídos sordos y se marchó para continuar con la recolecta de fieles a su causa. Yo no pude aguantarme más y rompí a reír. Demasiado tiempo conteniéndome. Iris me escudriñó con la mirada. Y aunque quiso mostrar que estaba enfadada conmigo y que no me iba a perdonar nunca la encerrona, finalmente se unió a mí, y ambas acabamos partiéndonos.

Mi móvil sonó. Aún seguía riéndome cuando lo cogí del bolso.

—Dime, papá.

—¿Dónde estás? —Se le notaba nervioso y más serio de lo normal.

—En La Tapa, con Iris, ¿por qué?

—Hija, tenemos un problema.

—¿Qué pasa? —pregunté con el corazón en un puño.

Ella, al ver mi gesto, se tensó y se inclinó hacia mí, expectante.

—Tienes que venir cuanto antes. Han llamado del ayuntamiento, y a las doce vienen a inspeccionar tu coche.






García de Saura

Autora Novela Romántica





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