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MIS PODERES Y TUS POLVOS MÃGICOS
Una comedia romántico-erótica cargada de intriga que nos muestra que el amor y la pasión son los verdaderos poderes que mueven el mundo.

Paula, una chica alejada de los cánones de belleza actuales y volcada exclusivamente en alimentar su intelecto, está convencida de que es bruja. Nadie en su pequeño pueblo cree que tenga poderes, hasta que llega la fiesta de fin de curso. Esa noche, tras la última jugarreta de Juanjo, su mayor enemigo, ella lo amenaza delante de todos y le prepara un hechizo con el que logra hacerlo desaparecer.

Al cabo de unos años, Paula se traslada a Madrid y se convierte en una prodigiosa abogada. Su tenacidad e inteligencia la llevarán hasta un importante gabinete, y allí, el destino le deparará la sorpresa de reencontrarse con Juanjo.

Sin embargo, su antiguo compañero y adversario de la infancia ya no es el chico que ella recordaba. La vida lo ha convertido en un hombre sofisticado y astuto, a la vez que en un temido abogado.

El deber y el fuerte carácter que ambos protagonistas poseen los arrastrará a enfrentarse de forma incesante y a tener que lidiar con un rival común: Susana, una malvada mujer que pondrá a prueba la resistencia de ambos.

¿Logrará Paula aceptar que su futuro está escrito o lo desafiará mediante hechizos para apartar a Juanjo de ella?

Descubre esta apasionante historia en la que se entremezclan romance, intriga, erotismo y humor.

 






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OPINIONES de MIS PODERES Y TUS POLVOS MÃGICOS
03/07/2018


Lee el primer capítulo

Capítulo 1

 En un pequeño pueblo de Cuenca, quince años antes

 
—¡Lita, baja a ayudarnos! —Mi madre me despierta con uno de sus particulares y matutinos gritos. ¡Cuánto lo detesto!

Pese a que mi mayor deseo es quedarme en la cama al menos una hora más para estirarme y asimilar que debo levantarme, tras un segundo grito de su incombustible garganta, acato su orden. Con los ojos aún entornados por el sueño y porque veo menos que un gato de escayola sin las gafas, miro la hora en el despertador de doble campana de color rosa que tengo sobre la mesilla. ¡Joder, sólo son las seis y media! Sin ganas, me arrastro hasta el baño para darme una ducha ligera. Me cepillo mi larga melena «en tierra de nadie» antes de recogerla en mi habitual trenza. Me refiero así a ella por lo independiente y libre que es; va literalmente a su bola. Puedo entrar en una calle siendo castaña y salir al cabo de un rato de ella siendo pelirroja, según la luz que le dé. Creo que, en cierto modo, soy igual que ella. Me lavo los dientes y me coloco mis grandes gafas marrones de pasta, modelo que dejó de llevarse hace unos cuantos años, pero que yo sigo poniéndome por lo cómoda que me siento con ellas. Suspiro antes de abrir los ojos y verme en el espejo. No me entretengo demasiado. Lo que refleja no me entusiasma demasiado, aunque tampoco es algo a lo que dé demasiada prioridad. La trenza está en su sitio, el resto también…, ¡sobra!

 Soy de la idea de que una mujer, por el hecho de ser bonita, no siempre es inteligente; en cambio, una mujer inteligente siempre lo es. Y por eso es por lo que lucho cada día, por convertirme en una gran mujer, autosuficiente, con carrera y a la que no le importe lo que digan los demás de ella. Hasta mi familia ha intentado miles de veces convencerme para que me peine o me vista de otra forma; con el paso del tiempo, he aprendido a hacer que sus frases… me resbalen.

 Vuelvo al cuarto para acabar de vestirme. Aquí tampoco suelo detenerme demasiado; una falda larga, una blusa fina y una rebeca son más que suficientes para acompañar mis bailarinas preferidas, regalo de mis padres de hace años. Mi inexistente pasión por la moda, mi rebeldía contra ella y contra todo lo que tenga que ver con ese mundo superfluo, al que inexplicablemente muchas chicas desean pertenecer, llegando incluso a pasar hambre como si estuviésemos en época de guerra, es algo que tengo hialino. ¿Por qué he de vestir como les convenga a un grupo de personas que, según ellas mismas, puesto que no tienen a nadie por encima que les diga lo contrario, deciden qué es adecuado ponerse? ¿Por qué su opinión o su criterio está por encima del mío o del de cualquier persona que desee vestir como quiera? Eso por no hablar de los dichosos tacones, que ahora a todas las chicas del instituto les ha dado por ponerse para ir a clase. Y, total, ¿para qué? ¡Vaya ganas de procurarse un innecesario dolor de pies y una futura deformación de espalda! Error. ¡Una mujer no es menos mujer por el mero hecho de ir plana y cómoda! Jamás.

 —Buenos días —saludo a mi madre cuando bajo a la panadería, negocio familiar que regentamos y que ha ido pasando de generación en generación. Mi padre está dentro, en el obrador.

—¡Ya era hora, Lita! Venga, ponte el mandil y échanos una mano —me apremia nada más verme.

—¿Y Guille? —pregunto, aun a sabiendas de que sigue acostado panza arriba, importándole un bledo si tenemos o no que atender en la tienda.

—Tu hermano está durmiendo, llegó tarde anoche y tiene que descansar.

—Noche de lobos, día de perros —me quejo.

—Cuando seas mayor lo entenderás —lo defiende.

—¿Entender el qué? —pregunto atándome el delantal a la espalda—. ¿Por qué le concedes más privilegios a él que a mí sólo por el mero hecho de tener un músculo colgando que, al parecer, le otorga un poder sobrehumano que lo convierte en un ser superior que le permite quedar exento de obligaciones?

 Mi madre resopla sacudiendo la cabeza y mirando al techo. Es su gesto habitual cuando desarmo y derroto alguna de sus absurdas teorías, en este caso, una muy machista. Y es que, según ella, mi hermano no nos echa una mano porque es hombre y está durmiendo… ¡Con un par!

 Mi familia es muy conocida en el pueblo. Algo normal si tenemos en cuenta que somos la única panadería que fabrica su propio pan y repostería. Las otras dos sólo hornean masa congelada. Guille es el que mejor ha sabido aprovechar esa fama. Las ganas de las que carece para los estudios las emplea en jugar al fútbol y ligarse a las chicas de medio pueblo. Es cuatro años mayor que yo y mil veces más caradura. Somos como la noche y el día, como el blanco y el negro, y como el bello y la bestia. En más de una ocasión he deseado ser igual que él y vivir como él lo hace: sin reglas, sin obligaciones y siendo el más popular del instituto. Pero pronto se me pasa cuando me doy cuenta de lo afortunada que soy por ser la inteligente de los dos. Que no la lista, como él bien se encarga de recordarme a menudo.

 —Hola, ¿el último? —pregunta Juanjo nada más aparecer por la cortina de chorrillos multicolores que tenemos en la entrada.

 ¡El que faltaba!

 Mientras una vecina le responde amablemente que ella es la última, yo le dedico mi peor mirada, gesto que él me devuelve acompañado de una maléfica sonrisa.

 Mi historia con Juanjo se remonta a un par de años atrás. Creo que desde el mismo día que se mudó aquí con su perfecta familia. Su padre, un señor con aires de grandeza y convencido de que es un ser superior, es abogado en un importante bufete de Cuenca. Sin embargo, prefirieron instalarse en el pueblo, según dicen, por capricho de su madre, pues, al parecer, tuvo antepasados aquí y fue la que se empeñó en venir. Yo, en cambio, soy de la opinión de que se mudaron por capricho del padre, que eligió este pueblo para asegurarse de que no había nadie aquí que estuviera por encima de él.

 Juanjo y su familia pronto se hicieron muy populares. Le permitieron incluso matricularse en el instituto sin reparo alguno por ser hijo de quien era, pese a que estábamos casi a final de curso. Su popularidad allí también creció como la espuma, y no tardó en convertirse en el objetivo de todas las chicas. Todas, excepto yo. Me bastó un segundo para saber que no era de fiar y que me traería problemas, algo que detecté gracias a uno de mis dones. No sólo soy capaz de memorizar todas las matrículas del pueblo, por poner un ejemplo, sino que, además, puedo ver el alma de una persona únicamente con mirarla a los ojos. Y fue en ese instante, cuando lo vi por primera vez, que lo supe. Acerté de lleno. Nuestra rivalidad no tardó en manifestarse. Recuerdo que ese día toda la clase nos dirigíamos hacia el aula de informática. Yo iba hablando con Manuela, mi mejor y única amiga desde la infancia, cuando Juanjo, acompañado de los guais, me dio una colleja y me pegó un chicle mascado en el pelo al pasar por mi lado. Esa misma tarde tuve que cortármelo, y desde entonces llevo trenza para disimular el trasquilón. Manuela, que siempre ha sido mucho más inocente que yo, insistió en que debía ir al despacho de la directora a contarle lo ocurrido. Pero yo me negué en rotundo porque sabía que, como mucho, le pondrían un negativo o lo castigarían a quedarse en clase un par de horas. No era suficiente. Preferí arreglarlo por mi cuenta y prepararle un hechizo del que no pudiera deshacerse en días.

 Mi venganza tardó más de lo previsto. Mi experiencia con la brujería aún está a nivel de principiante, pese a las decenas de libros que guardo como un tesoro y al tiempo que llevo dedicándome a ella. Todavía no la domino lo suficiente, y menos aún hace dos años, por lo que me vi obligada a cambiar de estrategia. Y así fue como llegó mi revancha. Tras averiguar cuál era su talón de Aquiles, fui a la ciudad en busca de una tienda de mascotas. Compré una culebra y esa misma tarde la metí en su taquilla. Medio pueblo oyó su grito a la mañana siguiente. No preguntó quién había sido el responsable; no hizo falta. Tampoco se chivó cuando la directora pasó por todas las aulas amenazando con avisar a la policía si no salía el culpable. Recuerdo cómo mis compañeros se miraban unos a otros asustados; excepto yo, que me mantuve firme y segura sin amilanarme, con la certeza de que Juanjo Garza entendería que no debía meterse con Paula Cardo.

 ¡Qué equivocada estaba! Aquello no fue más que el principio de una multitud de putadas que ambos nos hemos ido haciendo durante todo este tiempo y que, hoy en día, aún seguimos haciéndonos. La última en mover ficha fui yo, hace tres semanas. Necesitaba vengarme de la caída que tuve en clase de gimnasia. Era mi turno para el salto de potro y me dirigía hacia él cuando me estampé contra el suelo. Aún guardo en la memoria con qué insistencia el profesor me preguntaba cómo era posible que me hubiese dado aquel tortazo, con rotura de paleta incluida, si no había bache ni desperfecto alguno en la pista del pabellón. Él mismo fue testigo, junto con el resto de mis compañeros, de que caí sin motivo alguno. Todo el mundo se asustó al ver la cantidad de sangre que derramé; la misma que me mostró el hilo de pesca que me había hecho caer y en uno de cuyos extremos estaban las manos de Juanjo. El alboroto que se formó y el gesto de su cara me hicieron darme cuenta de que nuestra rivalidad había subido un nuevo escalón, un nuevo nivel en el que debía ponerme las pilas si quería ser la clara vencedora.

Así pues, dispuesta a darle su merecido, orquesté mi plan. A diferencia de los chicos con los que se codea, Juanjo no sólo ha sido rival en el campo de batalla, sino también en clase. Cada examen se ha convertido en un reto, un duelo entre ambos del que, para mi desgracia, no siempre he resultado vencedora. El muy capullo es más inteligente de lo que me gustaría.

 Al día siguiente de mi última jugada teníamos el examen final de química. En medio de clase alcé la mano y le pregunté al profesor si echar horas extra en el laboratorio contaba para subir nota. Yo ya conocía la respuesta, pero mi intención era que Juanjo la oyera. Y vaya si la oyó. Esa misma tarde decidió quedarse allí para poder asegurarse de que el marcador aumentaría un tanto más a su favor. Casi anochecía cuando, tras engañar al conserje y asegurarle que no había nadie en el instituto, éste cerró y nos marchamos a casa. Antes había conseguido distraerlo y robarle la llave del laboratorio para dejar encerrado a Juanjo. El revuelo que montó su padre aquella noche no fue pequeño. Su mujer estaba en Madrid, adonde solía ir a menudo por asuntos de trabajo. Así que él, haciendo uso de su poder, removió cielo y tierra y despertó a medio pueblo para encontrar a su hijo. Hubo sirenas y policías por todas partes. Incluso bomberos, por si Juanjo hubiese quedado atrapado en algún pozo o algo parecido. El alcalde se desvivió por encontrarlo y organizó una barrida con casi todos los hombres disponibles. Después supe que lo encontraron durmiendo tan tranquilo en un rincón del laboratorio. Había estado estudiando hasta bien entrada la noche y no había hecho nada por pedir auxilio, algo que extrañó a todo el mundo, excepto a mí. Por desgracia, mi plan sólo consiguió que él fuese el único en no asustarse y que el marcador volviera a subir a su favor.

—Ponme una barra de cuarto —le pide a mi madre al llegar su turno. De buena gana se la cogería yo, pero para estampársela en la cabeza—. ¡Hola, Lita! —me saluda con una sonrisa más falsa que un billete del Monopoly mientras atiendo a la señora Jiménez, una mujer viuda que anda más preocupada por la vida de los demás que por la suya propia.

—¡Hola, Juanjo! —respondo simulando aparentar normalidad. En realidad, creo que sólo Manuela conoce nuestra rivalidad, aparte de nosotros dos.

—¿Sólo una barra? —pregunta curiosa mi madre—. Pero mira que coméis poco en tu casa. ¡Claro, así estáis de guapos! No como mi Lita, que menudo culo me está echando…

 Si bien a la señora Jiménez le gusta informarse de la vida de los demás, para mi progenitora enterarse de todo lo que ocurre en el pueblo y meter las narices donde nadie la llama es, como ella misma dice justificándose, una imperiosa necesidad. Eso sin contar lo que le apasiona intentar dejarme en ridículo, algo que, desde hace años, me paso por donde yo me sé.

 —No creo que sea para tanto —responde él sin quitarme ojo.

 Otra vez toca representar el dichoso papel de que nos llevamos bien. ¡Odio esta parte del juego!

 —Eso es porque no la has visto bien. ¡Cómo se nota que sois amigos!

—Claro que sí.

—Embustero —mascullo entre dientes por lo bajini.

—¿Cómo dices? —me pregunta la señora Jiménez.

—Que si quiere el alajú entero —me apresuro a responder. Será mejor que me concentre en atenderla o acabaré metiéndome en un lío.

—¿Para mí sola? ¡Qué va, qué va! Ponme un trozo pequeño.

—¿Así? —pregunto señalando un trocito de unos diez centímetros.

—Así está bien.

—Gracias, señora Cardo —dice Juanjo al coger su solitaria barra. Mi madre es la única de la familia que no se apellida así, pero es el nombre de la panadería que reza en la puerta—. ¡Hasta luego, Lita! Por cierto, irás a la fiesta, ¿verdad?

—Claro, no me la perdería por nada del mundo —manifiesto con la misma sonrisa falsa que la suya.

—Perfecto. Allí nos vemos. Adiós —se despide antes de marcharse.

 ¡Mierda, mierda, mierda! La fiesta de fin de curso es esta noche y, por su tono, seguro que ha preparado alguna treta de las suyas. He estado tan pendiente de los exámenes que he bajado la guardia. El marcador de las notas finales ha quedado a su favor por una mínima diferencia. Aunque el de las venganzas está en empate, así que doy por hecho que va a mover ficha esta noche. ¡Mierda! Sé que ya lo he dicho, pero necesito repetirlo.

 ***  

 Este año la fiesta es de disfraces. Así lo han decidido las organizadoras, que no podían ser otras que las siempre omnipresentes populares del instituto. Son las típicas chicas que suelen estar en todos los fregaos, creyendo que son guapas y modernas, y cuya verdadera y única intención no es otra que ser el puñetero centro de atención. Todos en el instituto siguen sus pasos como marionetas. Excepto Manuela y yo, que vamos a nuestra bola. Una de ellas, la más rubia y choni de todas, cuyo nombre lleva implícitas las arcadas que me produce, es Angustias. Lleva detrás de Juanjo desde que éste llegó al pueblo. Se rumorea, incluso, que ya se han acostado. ¡Doble arcada! Si él ya me molesta, ella, con su pelo rubio de bote y su innombrable morente, me produce pavor.

 —¡Tía, estás idéntica! —suelto en cuanto veo a Manuela a través del portátil. Solemos llamarnos por Skype cuando queremos mostrarnos algo.

—¿Tú crees? Es que la idea me parecía más buena sobre el papel.

—Has logrado recrear a la perfección el personaje de Frida Kahlo.

 Un sonido extraño en el portátil llama mi atención y no dudo en ponerme a averiguar de qué se trata. Miro en todas las carpetas del escritorio, pero, al no encontrar nada fuera de lo común, vuelvo a maximizar la pantalla.

 —¿Me has minimizado?

—Sí, he visto algo raro.

—Si ya sabía yo que me había pasado. Tengo un problema.

—¿Qué problema?

—¡Que voy horrible y que me he equivocado al escoger el disfraz!

—Representas a una artista a la que siempre has admirado.

—Pero que era más fea que un demonio.

—¡No digas eso de la pobre Frida!

—Tía, mira —me pide acercándose más a la cámara.

—¡Tía, aléjate! —grito cuando veo de cerca su poblado entrecejo. Impresionar, impresiona un rato largo—. Vale, no estás muy guapa —admito—. Pero ¿a quién le importa?

—Pues a mí. Si por lo menos te hubiese hecho caso, ahora iría de bruja como tú.

—Si quieres, te cambio el disfraz.

—¿Lo harías?

—No.

—Entonces ¿para qué…?

—Venga, Manuela, no te pongas así. Nunca nos ha preocupado lo que digan de nosotras, ¿por qué iba a hacerlo ahora?

—Nos hacemos mayores, tía. Y empiezo a cambiar de idea.

—¿Quieres volverte choni?

—¡No! Me refiero a los chicos.

—Ellos son unos chonos, que se juntan con chonis y tienen quedadas chonas —me mofo—. ¿A qué viene este cambio de última hora?

—Dudo de mi existencia —suelta, poniendo los ojos en blanco.

—Pues ve dejando las dudas a un lado porque te necesito.

—Tú dirás —dice, recolocándose y dedicándome por primera vez su atención.

—Esta mañana, en la panadería, Juanjo me ha preguntado si iba a ir a la fiesta. Necesito estar preparada. Sé que me tiene orquestada una de las suyas.

—¿En medio de la fiesta? Quiere coronarse, el tío.

—Me da que sí. Apenas queda tiempo y lo único que se me ocurre es hacerle un conjuro que acabe con él.

—Dime, por favor, que no has mirado en el último libro que tú ya sabes. Recuerda lo que te pasó.

—No, tranquila —aseguro, intentando parecer convincente.

 El libro al que se refiere lo considero uno de mis mayores tesoros. Lo compramos una mañana que fuimos a la ciudad. Lo guardo como oro en paño por lo importante que es para mí. Aunque, como ella dice, los hechizos que contiene no son fáciles de llevar a cabo. Uno de ellos era para dejar mudo a alguien; quise hacérselo a Juanjo, pero me fue imposible porque no hubo manera de encontrar sangre de dragón. El otro, que elegí para que a mi hermano le salieran sarpullidos por todo el cuerpo por una de los miles de veces que se había metido conmigo, tampoco pude realizarlo. En esa ocasión me faltó el pelo de un oso hormiguero. Resultado: me echaron del zoo de Madrid, y Guille sigue con la piel perfecta y tan idiota como el primer día.

 —Pues no se me ocurre nada —admite mi mejor amiga—. Lo máximo que podemos hacer ahora que ha acabado el curso es escaparnos un día a Madrid y mirar en la biblioteca regional.

—Suena interesante. Me vendrá bien estar preparada para después de esta noche. Pienso elaborar el mayor conjuro de la historia contra él.

—Lita, eres mi bruja favorita.

—Venga, cuelga, que voy para allá.

 ***  

 A los pocos minutos de pasar por casa de Manuela para recogerla, llegamos al instituto. La fiesta es en el pabellón de gimnasia, el mismo donde me rompí la paleta que aún no he podido arreglarme. En una de las paredes hay una pantalla donde se proyectan imágenes de alumnos y profesores, al ritmo que marca la música que sale de los altavoces. Son excursiones, eventos, obras de teatro y demás que se han hecho durante el curso.

 Los disfraces que llenan el pabellón son, en su mayoría, de series de televisión o de películas que se han estrenado este año; un repertorio cargado de originalidad, vaya. Mi mejor amiga y yo nos mezclamos entre la gente y pronto bailamos como descosidas en medio de la pista. Si no nos importa lo que digan de nosotras, aún menos lo que opinen de nuestra forma de bailar. Nos lo pasamos en grande durante buena parte de la noche hasta que, de pronto, la música cesa y se apagan las luces. La pantalla es lo único que permanece encendido. Todos tenemos los ojos puestos en ella. Imagino que será la directora con algún mensaje especial de despedida; ella es muy dada a ese tipo de cosas y una amante incondicional del melodrama. Pero, para mi desgracia, vuelvo a estar equivocada. En la pantalla no aparece la directora ni ningún otro profesor, sino que lo hacemos Manuela y yo en nuestra llamada por Skype de hace apenas unas horas. «¡El sonido extraño del portátil!», pienso al caer en la cuenta de que se trataba de un hackeo. Las mofas y las risas al ver la cara de Manuela acercándose a la webcam no se hacen esperar. Todos se burlan y se apartan de nosotras para señalarnos con el dedo. Somos el centro de atención de cada uno de los que están a nuestro alrededor. Las carcajadas aumentan al llegar a la parte donde admito ser una bruja y hablo de hacerle un conjuro a Juanjo. Es entonces cuando lo busco con la mirada. He cometido el fatídico error de olvidarme de él y dedicarme sólo a divertirme con mi mejor amiga. Las risas dan paso a los insultos, que hacen llorar a Manuela, y ésta se desmorona a mi lado sin poder reaccionar. Yo, en cambio, soy incapaz de derramar una sola lágrima. La ira que siento es demasiado grande y me impide hacerlo. En mi mente sólo encuentro una palabra: venganza. Miro a mi alrededor sin descanso con la única finalidad de encontrar al culpable. Lo encuentro a pocos metros, junto a la mesa de sonido e iluminación.

—¡¡¡Esto no va a quedar así!!! —grito ante la mirada atónita de todos—. ¡¡¡Acabaré contigo, Juanjo Garza!!!

—¡Te estaré esperando! —me contesta él del mismo modo.

—¡¡¡No pararé hasta hacerte desaparecer, te lo juro!!!

 Tras mi promesa, y teniendo a todo el instituto como testigo, agarro del brazo a Manuela y la saco de allí sin mirar atrás. Lo hago enloquecida y con un único objetivo adueñándose de mi mente. Ella no deja de llorar durante todo el trayecto hasta su casa, adonde la acompaño, y le hago la firme promesa de que se lo haré pagar. Al llegar a la mía, subo la escalera y, sin mediar palabra, entro en mi cuarto de forma apresurada. Mi vista se centra en la estantería, y me dirijo a ella llena de ira. Sin un ápice de duda, cojo mi libro sagrado de brujería y taumaturgia y lo abro por la página marcada. Guardaba el maléfico hechizo para cuando fuese necesario; algo me decía que algún día acabaría necesitándolo, y ese día ha llegado. Con el reverso de la mano enjugo las lágrimas que, sin darme cuenta, mojan mi cara.

 —¡Te odio, Juanjo Garza! —mascullo entre dientes mientras recopilo uno a uno los elementos que, según el libro, necesito para el conjuro—. ¡Acabaré contigo para que no vuelvas a hacerme daño! —concluyo al tiempo que saco la última pieza del puzle.

 Una frase, los elementos perfectos y un fuerte deseo. ¡El hechizo está hecho!

 ***

 El lunes por la mañana, Juanjo no vino a comprar el pan. Él y toda su familia habían desaparecido, y no se hablaba de otra cosa en el pueblo.

 

 






García de Saura

Autora Novela Romántica





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